Capítulo I "Lámpara de lava".

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He encendido la lámpara de lava y es estresante, muy estresante. La odio... Pero a ti te gustaba. Su tenue luz amarillenta ni siquiera alumbra más allá de los pies de la cama... Pero bueno, la he encendido.

Hoy dormí hasta tarde. Son casi las ocho de la noche y a penas estoy despertando. Me desconecté del mundo. No contesté nunca el celular a pesar de que estuvo sonando a diferentes horas e ignoré completamente la puerta cuando vinieron a buscarme. No hay ánimos. 

Pateé las cobijas y mis rodillas ahora se alzan en la oscuridad. Hace frío, pero ni siquiera me importa. 

Tengo hambre, creo que saldré  a cenar.

No tengas esperanzas en que me meta a la ducha, es invierno y sabes que detesto esta estación. Me lavaré la cara, me polvearé la nariz, me cepillaré el cabello, cogeré mi abrigo y me iré, no sé a dónde, pero me iré; porque para que lo sepas, estoy superando mi miedo a salir de noche. Sí, como lo oyes... Lo estoy superando. El otro día salí a comprar cigarrillos a la tienda de autoservicio que está entre Floresta y Lusamina, y de paso me compré un café de vainilla, de una de esas máquinas en las que te puedes servir lo que quieras. Cuando volví a casa mi corazón estaba acelerado, pero lo había hecho; fue mi primer paso.

Eché llave a la puerta y un ligero vaho salió de mi boca al suspirar, en verdad hacía frío. El corredor estaba vacío, lo cual agradecí, pues no tenía ganas de fingir que me alegraba ver a los vecinos. Me acerqué a la baranda y mis ojos encontraron el cielo: estaba nublado, como si una marejada de nubes grisáceas inundara la cuidad. 

Metí las manos a las bolsas del abrigo y bajé las escaleras, preguntándome por qué rayos no cogí una bufanda. 

¿A dónde iría...? 

Ya estaba en la calle y no tenía la más mínima idea.

¿El restaurante que está frente a la escuela...? 

Me pasé por ahí y estaba lleno; los meseros corrían apurados con charolas y la gerenta se disculpaba con algunos clientes insatisfechos. No entré, miré toda la escena desde las ventanas y fue suficiente para mí.

¿El restaurante al lado del cine? 

Lo odiamos. ¿Te acuerdas...? Desde que remodelaron el servicio decayó mucho; fue allí donde pediste bacalao y estaba agrio, y donde tardaron casi una hora en cobrarnos, porque se les había caído el sistema. Tuviste que dejarme allí, sola, y salir al cajero del centro comercial, pues solamente aceptaban efectivo. Ni loca vuelvo allí.

Caminaba por las calles del centro, aún buscando un buen lugar, cuando me percaté de que había sido navidad. Colocaron el árbol en la plaza de la delegación, como todos los años, decorado y atiborrado de regalos falsos. Este año tocó el color azul y los adornos, bueno, la mayoría, iban de ese color. Me sorprendí un poco, pues no la festejé; no había ánimos. Ahora comprendía el porqué el teléfono no dejaba de sonar y porqué los vecinos llamaban a la puerta con tanta insistencia. 

Daba igual... Seguí caminando después de detenerme un rato a contemplar la gran estrella que adoraba luminosa la punta. 

Pasé por el parque y las parejitas que se fundían en arrumacos donde la luz de las lámparas era más tenue, se sintieron como un cubo de hielo en el pecho. ¡Qué ilusos! Salí de allí rápidamente, casi volando. De pronto escuché algo a lo lejos y al continuar andando llegué a una zona abierta, donde una  mujer voluminosa cantaba con voz angelical en el kiosko; llevaba un abrigo rojo y guantes negros, como Santa Claus, solo que le faltaba el gorro y en su lugar caían por su ancha espalda sus largos cabellos teñidos de rojo. Varias personas estaban reunidas alrededor disfrutando de su voz. Estuve tentada a acercarme, pero mi estómago gruñó, así que  decidí continuar; mientras me alejaba comenzó a cantar "Joy to the world".

No fue hasta que llegué a la calle de Sargaza, en la esquina donde está la telefonía, que vi la pastelería del viejo André, con una multitud de clientes enfilados a la entrada. Estaba estrenando unos nuevos cafés de temporada y al parecer le estaba yendo muy bien.

¿Recuerdas el pie de queso que compré en tu cumpleaños...? Pues André lo decoró para ti especialmente con mandarinas, porque yo se lo pedí. ¡Dios... te encantaban las mandarinas! Aún recuerdo tu carita. Sonreíste a pesar de estar tan estresado por ese proyecto; tus ojos se achinaron, te acercaste a mí, me abrazaste y me diste un dulce beso en la frente que me curó las penas y apaciguó mi carácter. Yo reposé en tu pecho mientras alardeabas de la magnifica novia que era.

¿Sabes...? Aún provocas que mis ojos se achinen de vez en cuando.

Cuando me percaté ya me encontraba sentada en una de las mesitas y ordené un café, de esos nuevos, a la par de un trozo de pie de queso.

Tardó un rato, pero André me entregó personalmente el café. Me dio una palmada en la espalda y preguntó por mi estado. "Estoy bien", —le dije—. No se lo tragó, pero igual me sonrió y volvió al trabajo después de unas palabras de ánimo.

Es un tonto.

Después de eso me sumí en pensamientos y descuidadamente derramé el café. La escena fue algo aparatosa y atraje la atención de algunos clientes, quienes me miraron lastimosamente. ¡Qué fastidiosos! Rápidamente limpié la mesita con servilletas y actúe seria, indiferente, pero poco después tuve que ir al tocador a enjuagar una mancha en mi abrigo. Alguien había puesto villancicos y podía escucharlos aún allí dentro. ¡Por dios, qué la navidad fue ayer!

No sabía qué pasaba conmigo: estaba irritable y parecía que hasta respirar influía en mi temperamento. Me miré al espejo y no me gustó lo que vi, no me conocía. Dejé corriendo el agua y me aferré al lavabo intentando contener el dolor de mi pecho y las lágrimas que estaban a punto de mezclarse con el torrente hacia el drenaje. En eso estaba, cuando alguien llamó a la puerta... Maldito inoportuno. Levanté la cara y contesté: "Ya voy", algo disgustada. Volviendo al espejo: mis ojos estaban rojos.

Cuando salí, un sujeto con cara de diarreico me empujó para entrar. ¡Vaya gente!

Al volver, André me estaba esperando en la mesita. Su rostro estaba brilloso y su cabello rizado y rubio estaba húmedo, quizá por el calor de la cocina. No quería hablar con él, pero terminamos haciéndolo por un buen rato. Me contó acerca de las nuevas normas sanitarias que le habían impuesto al lugar y que había corrido a un empleado deficiente la semana pasada. Terminó ofreciéndome trabajo... otra vez, y yo me negué, otra vez. Entonces me despedí y me detuvo, hizo una seña a una de sus empleadas y esta, presurosa, entró a la cocina moviendo graciosamente la cadera. Casi al instante salió con un pie navideño de zarzamora, y digo navideño porque en el centro había un árbol rodeado de estrellas, hecho con la misma masa. Fue mi regalo de navidad de su parte.

Me despedí con la promesa de volver en unos días. 

Subí al taxi con dificultades para cargar el pie, y después de darle la dirección al conductor quedé en silencio el resto del trayecto. 

Soy una idiota... Añoré volver a casa; por un instante lo hice. Esperaba que al subir las escaleras y al llegar a la puerta del departamento yo llamara y tú abrieras, como de costumbre... pero no fue así. También tuve dificultades para introducir la llave y al entrar me encontré en la oscuridad de un silencio atroz. Encendí las luces, coloqué el pie en la barra y me eché a llorar en el sofá, a pesar de que te prometí no hacerlo más. Mis sollozos me hacían enfadar; se me corrió el maquillaje y pronto estuve toda gangosa.

Me tranquilicé a eso de las doce y más somnolienta que nada me cambié de ropas. Me puse una camiseta, encendí la calefacción y me deslicé dentro de las cobijas destendidas.

Otra vez me encontraba frente a la luz amarillenta de tu lámpara de lava. ¡Qué estresante!

Contemplé las idas y venidas de la cera hasta que me decidí a apagarla en un arrebato.

Quedé a oscuras... ¡Pero vamos! ¡Ese es mi estado natural ahora! Ninguna lámpara de lava iluminará mis días... No con su tenue luz amarillenta.

Cenizas, nieve y Lyudmila.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora