Al otro lado del cristal, Drea observaba la menuda figura de una mujer. Sentada en una silla, la joven no presentaba ningún signo de violencia salvo por las marcas ensangrentadas sobre sus muñecas y la vía que conectaba su brazo a un gotero. Sus manos, atadas por bridas, se mantenían quietas sobre su regazo mientras esperaba a que alguien se deshiciera de la bolsa que ocultaba su rostro.
Drea no podía oír lo que ocurría al otro lado, pero podía sentir el miedo que desprendía el pequeño y delgaducho cuerpo femenino. Descendió la mirada hacia los pies de la mujer, y sus tobillos se encontraban ligados a las patas metálicas de la silla en la que la habían dejado.
La desconocida no movió ni un músculo, ni siquiera pareció sentir la presencia de su acompañante cuando este apareció por uno de sus costados. Y de no ser porque su pecho se hinchaba y relajaba bajo el ritmo de una respiración acompasada, Drea hubiese jurado que estaba muerta.
Pero no era así.
Cuando le quitaron la bolsa de la cabeza, un rostro adormecido captó todo el interés de Drea. Observó en silencio el dulce gesto de las facciones ajenas, las largas pestañas que decoraban unos grandes ojos avellana y, la forma en la que la joven se encogía sobre si misma para protegerse, incluso ahora que parecía estar sometida en una profunda somnolencia.
—¿Quién es? —preguntó.
Y pese a sus esfuerzos, no fue capaz de levantar la mirada hacia su prometido, extrañamente embelesada por la desconocida. Siguió estudiando el rostro de la muchacha en busca de una pista que le diera respuesta a todas sus incógnitas.
—La hija menor del Gobernador —dijo Holden.
Drea guardó silencio, tensó el cuerpo y dio un paso hacia atrás, alejándose de la visión. Ni siquiera se dio cuenta de lo que había hecho hasta que sintió como Holden la aferró del codo.
—La hemos sedado para interrogarla —le explicó su prometido—. Necesitamos saber los protocolos de la Academia; nunca antes habían salido de los límites de Jevrá.
—Quizás si no hubieseis secuestrado a la hija de Athos Meraki, el Krav se mantendría fuera de los lindes de la ciudad —espetó Drea—. ¿Qué esperabais que pasara?
Notó como la presión sobre su brazo se aligeraba y finalmente Holden deshacía el contacto entre ellos. Drea aún sentía calor allá donde los largos dedos del hombre se habían posado sobre su piel, pero una nueva y gélida sensación se apoderó de ella.
Se giró entonces hacia el mayor de los Skjegge y le encaró. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que recibió una mirada como aquella: afilada como la punta de una flecha y precisa como una bala.
—¿En qué demonios estabais pensando, Holden? —Sus palabras se tiñeron de un cariz distinto, casi triste.
—En tener una vida mejor —replicó el hombre con fiereza—, en no tener que escondernos, ni ver como la mayoría del Estado muere de hambre porque el Gobierno sólo piensa en enriquecerse. Vivimos como ratas callejeras, Drea; robando para sobrevivir, aceptando que nos llamen «condenados» y nos traten como ponzoña, como si fuéramos una plaga que debe de ser erradicada.
—¿Y la tomáis con una chica que jamás ha salido de su palacio de cristal? —gruñó Drea—. ¡No tiene ni idea de qué hay fuera de esa maldita isla!
Apartó la mirada hacia Eireann, que seguía ajena a lo que pasaba a su alrededor mientras un hombre cambiaba la bolsa del gotero por otra. Sobre la etiqueta, Drea, no pudo leer absolutamente nada porque estaba en blanco y eso hizo que una señal de alarma apareciera como un aviso luminoso.
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La Bahía de los Condenados ©
Science-FictionCuando las imágenes del secuestro de Eireann Meraki se hacen virales, todo Kairos se suma en un estado de tensión. Mientras que las fuerzas del Krav intentan encontrar a la joven heredera y apaciguar los disturbios que azotan las calles de Jevrá, la...