-Harry, hijo, debes levantarte. Es tarde.
Se escuchó una voz femenina adentrándose en la habitación a oscuras. Seguidamente abrió las cortinas y un poco las ventanas. El chico se revolvió en su cama quejumbroso, cubriéndose con las mantas por encima de su cabeza.
-Harry, por favor.
El chico hizo caso omiso. Su madre suspiró, se acercó hasta él y depositó su suave beso en su cabeza por encima de las frazadas.
Eran mediados de los noventa. Las calles de Inglaterra estaban cubiertas por una vasta niebla aquel otoño.
Anne se encontraba en la cocina preparando el desayuno para su hijo. Harry era un chico especial. Había sido diagnosticado desde pequeño con un trastorno generalizado del desarrollo no especificado. Es una especie de enfermedad que afecta el poder socializar correctamente con las personas. Ya sea dificultando el desenvolvimiento verbal con otros o carecer de la habilidad de hacer interactuar fácilmente con la gente. Todo en su cabeza se encontraba bien. No tenía ningún tipo de problema cognitivo. No era un genio ni un estúpido. Su cerebro era el de un niño normal. La persona más allegada a él, su madre, era con quien más palabras intercambiaban. Cualquier tipo de contacto humano que no fuera ella lo ponía nervioso. Había sufrido un ataque de pánico en la escuela cuando era pequeño, los maestros y sus compañeros se asustaron mucho y no tenían idea de cómo contenerlo, no fue hasta que su madre llegó al establecimiento cuando finalmente logró calmarlo. Desde aquel día, sus padres decidieron que estudiaría en casa con una persona de confianza, sin exponerse a tanta gente a su alrededor que pudiera sofocarlo. Ningún especialista había sido capaz de decirle con precisión si Harry dejaría de ser así en algún momento de su vida. Pero ella no perdía la esperanza.
Oyó los pasos del chico bajando las escaleras y se volteó ocultando algo tras su espalda. El adolescente de dieciséis años entró en la cocina lentamente vistiendo su pijama a rayas, con sus rulos alborotados y frotando uno de sus ojos con su puño.
-Hola corazón. ¿Qué tal dormiste? –preguntó en un tono dulce mientras servía las cosas en la mesa.
El chico sólo se encogió de hombros, sin ser grosero, y tomó asiento.
-Come antes que se enfríe.
Era jueves. Harry tenía clases particulares en el living de su casa de lunes a jueves con una mujer muy agradable llamada Marianne. Ella era la instructora de Harry desde hacía años, estaba acostumbrada a su comportamiento y él podía confiar en ella. Los viernes tenía cita con su psicóloga. No pasaba tanto tiempo con esa mujer como lo hacía con Marianne. No habían formado un vínculo afectuoso entre ellos, entonces su conversación era más reducida. Los sábados eran sus días libres. Su madre no le exigía absolutamente nada los sábados. Podía dormir hasta la hora que quisiera e invertir su tiempo como le diera la gana. Los domingos eran los días menos favoritos de Harry. Su familia se reunía en casa de sus abuelos a almorzar juntos. Iban sus tíos y sus primos y él tenía que soportar ese contacto humano durante un par de interminables horas.
Los jueves tenía clases de matemáticas. Odiaba las matemáticas. No era malo en ellas, simplemente no eran de su agrado y Anne lo sabía perfectamente. Entonces siempre buscaba la forma de compensarlo, ya sea con su comida favorita o algún presente.
-Harry –llamó suavemente haciendo que el aludido dejara de comer y se fijara en ella- tengo algo para ti- pero el chico, como la mayor parte del tiempo, tenía una mirada inexpresiva.
La mujer sacó sus brazos de atrás de su espalda y le mostró que en sus manos sostenía un CD de música que Harry quería. Se lo tendió y él lo tomó observándolo detenidamente, admirando cada detalle, como con cada regalo que su madre le obsequiaba.