Él

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06:00am, Valparaíso, el panorama de siempre; barcos, el puerto lejano, la calle empinada, empedrada, un camino de tierra cercano; estaba literalmente en la punta del cerro, lejos de lo que podría llamar "ciudad". Casas altas y largas como una trucha miraban hacia el cielo, con aires de grandeza. Era viernes, mi piel estaba llena de costras a costa de bicharracos que picoteaban mi piel en busca de alimento, y antes de empezar a rascarme escucho una música, lo escucho a Él.

La madrugaba apuntaba a sus primeros rayos de luminosidad, aun prácticamente imperceptibles al ojo humano. Yo los veía con claridad, impregnando el cielo azul de una ciudad gris. "Él" aportaba a ese panorama un ambiente sombrío, melancólico, amenazador, pero, aun así, agradable. Lo recuerdo sentado en medio de la calle, rasgueando y punteando su guitarra de cuatro cuerdas, con su mástil añejo. Las otras, rotas, como si fueran enredaderas viejas de una casa mal cuidada, invitaban a percibir que era un instrumento intocable; él lo tocaba a la perfección. La calidad del sonido, como pueden imaginar, no era la mejor con dos cuerdas restantes, pero la magia de sus falanges rozando el nylon oxidado podría haber detenido cualquier guerra del medio oriente, pero lamentablemente no la nuestra.

Estaba ahí sentado, como si no tuviera otra razón en el mundo más allá de tocar su guitarra, de crear y entregar música... ¿A quién, si no había alma alguna rondando aquellas calles, dignas de un paisaje neblinoso de invierno? Vestía un esmoquin azulado, desabrochado y descuidado, seguramente resultado de una jornada de trabajo ardua y pesada (o así creía yo). Su puesta en escena en aquel espectáculo daba a intuir que dicho personaje era un ebrio (o drogadicto en su defecto) en plena cúspide creativa; ya casi lograba ver su cerebro y sus neuronas actuando como miles de hormigas, cada una cumpliendo su rol, para dar un resultado tan perfecto, plasmado en la melodía que sinceramente no me recordaba a nada que anteriormente haya oído en toda mi vida. Aun así, quería que nunca se detuviera, que esa sonoridad majestuosa durara hasta la eternidad, hasta el fin de mis días (que, como podrán saber, no eran muchos). Con la intención de contemplar esta actuación con la mejor calidad posible, me acerqué a él, sigilosamente, y me tumbé en sus pies, ronroneando como loco, mostrando gratitud y satisfacción ante tan espléndido espectáculo.

Era una escena de película, utopía pura, música para camaleones, para oyentes camuflados en sus más profundos pensamientos, y ahí estaba yo, probablemente el único asistente al concierto. Súbitamente, el sonido de un motor irrumpe la paz en la que me encontraba, contaminando la música de manera abrupta. Él dejó de tocar. El show se acabó, las nubes se despejaban y el sol ya se asomaba lentamente por la cordillera, dando inicio a un nuevo día. El ruido del motor se escuchaba cada vez más cerca, y el artista, resignado e inexpresivo entró rápidamente a un elegante automóvil, comandado por su chofer y un acompañante.

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Música para gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora