Mario fue nombrado Jefe de Tesorería hace cinco meses. Nadie en la empresa cuestionó su ascenso, pese a sus veintisiete años de edad. Había trabajado muy duro, muchos fines de semana. Y lo hacía con humildad, sin perder el entusiasmo. Los compañeros le tenían aprecio.
Su padre, un obrero jubilado y activista sindical, al que quería y respetaba mucho por su honradez y, sobre todo, su buen juicio, lo abrazó orgulloso, aunque quiso advertirle de los problemas asociados a su nuevo puesto.
— Todo está controlado, papá —le contestó con la arrogancia que le daba su juventud.
A Mario le encantaba levantarse los domingos y desayunar en la terraza de su ático nuevo con vistas a un parque frondoso. La cara levantada y los ojos cerrados. Los rayos de sol primaverales atravesando cálidamente los poros de su piel.
Aquella mañana, sin embargo, una tormenta se arremolinaba en su cabeza. En su mesa de la terraza tenía los historiales de dos antiguos compañeros, ambos buenos trabajadores. Un recorte de costes le obligaba a despedir a uno de ellos.
— Para despedir a un empleado —le dijo en cierta ocasión su padre—, éste tiene que cometer algo gravísimo, como robar material o vender información a la competencia.
— O tirarse a la mujer del jefe —bromeó Mario.
— Te tomas todo a broma —respondió ofendido el sindicalista—. ¿Cuándo vas a madurar?
Mario miró los “expedientes” (así era como su jefe, el Director Financiero, le aconsejó que se refiriera a esos hombres, para deshumanizarlos y facilitar así la toma de decisión). Supo que para su superior, que no tendría todavía los treinta y cinco años, también él era otro expediente más. No había que ser un genio para darse cuenta de que aquello era una prueba. Porque su jefe quería saber si valía o no para el puesto, si tenía cojones, como él solía decir.
Recordó a su padre:
— “Homo homini lupus est” —le advirtió una vez hace años, cuando encontró su primer trabajo—. Ten mucho cuidado, hijo: el hombre es un lobo para el hombre.
Trató de adivinar lo que haría él. Pensó también en el hijo recién nacido del expediente 1, y en los cincuenta y tres años del expediente 2. ¿Quién contrataría a un expediente tan viejo cuando uno joven hace el mismo trabajo por la mitad de sueldo?
Su cabeza estallaba como si aquellos informes fuesen dos coágulos de sangre engordando en su cerebro; dos trombos, en definitiva, que amenazaban con estrangular su brillante carrera.
Vio los cuencos del gato vacíos. Mario decidió alimentar a aquel animal solitario que no parecía tener dueño. Lo admiraba. Se paseaba a su antojo por los tejados y terrazas de la vecindad. Aprovechaba los descuidos para robarles comida, y hasta una vez llegó a devorar un jilguero que dormía confiado dentro de su jaula metálica. Desoía las amenazas de los humanos que no dudaban en querer apalearlo a la menor ocasión.
En el suelo de la terraza vio, a un metro escaso de donde estaba sentado, un saltamontes mimetizado con el color terroso de la baldosa. De pronto una sombra le cayó encima. Un gorrión lo sujetó con una pata por el abdomen, y con su pico menudo le arrancó la cabeza.
Mario presenció con extrañeza aquella escena. Aún aturdido, volvió a echar un vistazo a los informes de sus compañeros. Sus evaluaciones eran satisfactorias. Se sorprendió haciéndose tirabuzones en el pelo como cuando, de niño, algo le mortificaba.
Pasado un rato, notó que le rozaban suavemente el tobillo. Supo al instante que su amigo felino había venido a verle. Se asomó debajo de la mesa y dio un respingo hacia atrás al ver a un gorrión cubierto de sangre en el suelo. El felino se echó panza arriba, juguetón, a la espera de que lo acariciase y lo recompensase por su ofrenda. Mario le agarró con fuerza del lomo mientras le increpaba por su mala acción. El animal le clavó las uñas en su brazo y huyó por los tejados, dejando tras de sí una estela de pelos flotando en el aire.
Llegó la hora de comer. Sin demasiado apetito abrió su frigorífico nuevo, el cual estaba tan vacío que parecía un esqueleto al que le hubiesen extirpado todas las vísceras tras una autopsia. “Muéstrame tu frigorífico y te diré quién eres”, leyó una vez en una revista para solteros. Menuda tontería, pensó. Recordó que esa noche estaba invitado a cenar en casa de sus padres. ¡Comida casera, por fin!
En el congelador encontró una lasaña, la comida preferida de su amigo de cuatro patas. Quiso enmendar su acción anterior, y esperó en la terraza, con el precocinado humeando, a que el animal le visitara de nuevo. La lasaña no fallaba. No tardaría en aparecer.
Pasaron un par de horas sin noticias del animal. Mario se sintió estúpido; por alguna razón que no entendía muy bien, necesitaba reconciliarse con él. Cogió una silla, trepó por la tapia que le separaba de su vecino y saltó al tejado rojizo del edificio. Fue un impulso. Una locura. Sin embargo, allí solo, en las alturas, una extraña sensación de libertad se apoderó de él. Sintió el sol primaveral de media tarde en su cara. Allí nadie lo amenazaba. Olfateó el aire y agudizó la vista. Junto a una salida de humos divisó el lomo pardusco del animal. Anduvo con cuidado unos metros por el vértice del tejado y se arrastró hasta llegar a él. El animal mostraba la boca abierta llena de espumarajos. Su aspecto sugería un envenenamiento. Mario meneó la cabeza y ahogó un grito de rabia en su garganta.
Cargó con el animal hasta su casa y lo metió en una bolsa negra de basura. Luego cogió el expediente 1 y lo marcó.
Más tarde se marchó a casa de sus padres. El viejo sindicalista le saludó sonriente.
— Hola —respondió Mario sin entusiasmo.
— ¿Va todo bien? —le preguntó preocupado— ¿Qué tal el trabajo?
— Todo está controlado, papá —contestó sin detenerse.
Durante la comida, estuvo callado a pesar de las bromas de su madre y hermana, que intentaron sonsacarle alguna nueva amiguita.
Cuando se marchó, la madre dijo al marido:
— ¿Qué le ocurría hoy a tu hijo?
— No creo que debamos preocuparnos. Juraría que por fin está madurando, eso es todo.
Fin