La reciente batalla se desplegaba ante ellos bajo un mar de desdicha, acompañado de un oculto manto nevado por los caídos. La Dama danzaba entre puntas de flecha y filos de espada, contemplando con pesadumbre la escena ante sus ojos, sin que el rojo de la matanza mancillara siquiera su prenda blanquecina. Mientras, la Bestia se limitaba a olisquear la armadura de un joven soldado que exhalaba su último aliento.
—Pobre criatura —parló ella en un hilo de voz. Se volvió de nuevo hacia la batalla—. La guerra lo consume todo...
—Igual que el fuego —rezongó él, cuya voz era más un gruñido que palabras articuladas.
—Mas la guerra siempre la originan los hombres —se dignó a refutar, mas su lóbrego compañero aún mantenía el hocico sobre la nieve. Alzó finalmente la calavera hacia ella.
—Como el fuego que los hace arder —y tan pronto hubieron salido aquellas palabras de su boca, arqueó la columna y clavó las garras en la nieve—. Aún existe un rastro de vida aquí... —dicho esto, soltó un aullido desgarrador para dar comienzo a su caza. Su cuerpo sombrío avanzó entre los cuerpos de los que acababan de caer. Su hambre de nuevas vidas era insaciable y no había nada ni nadie capaz de detenerle. Era palpable la inexorabilidad de sus actos.
Se precipitó hasta llegar al punto central del valle, donde la masacre se había llevado más vidas consigo. Se percató, entonces, en un joven que no alcanzaba ni por asomo la madurez, con una herida mortal de flecha en el abdomen. Jadeaba en una intensa zozobra, sintiendo la quemazón del aire gélido que le inflamaba los pulmones. Sin más dilación, dio una dentellada en el cuello del muchacho, solazándose con sus atronadores gritos y el crujido de sus huesos. Aquel sería su último amanecer. La muerte se lo llevó rápida y agónicamente, haciendo que su alma se desprendiera de su ahora cáscara vacía.
Ella lo había seguido a paso ligero, observando cada uno de sus movimientos y manteniendo la mirada en su implacable voracidad. Él relamió una vez más las últimas gotas de vida del muchacho.
—No sientes piedad hacia nadie —contempló en un tenue susurro, como aquel último que siempre escuchamos antes de partir. La luz blanca que da comienzo y pone fin.
—¿Piedad? —bramó gutural y ásperamente—. La piedad me aburre —aseguró con desdén, apartándose del cuerpo del joven, cuya vida ya había sido arrebatada por el temible cazador. La Dama de blanco suspiró ante su incapacidad por interrumpir la acción de su compañero, aunque no podía martirizarse por ello; necesario o no, es parte de estar vivo o, más bien, el final.
La brisa invernal y los copos caían sobre el valle, ocultando el resultado de la labor de los hombres por destruirse unos a otros.
—Se dice que el tiempo lo cura todo —recuperó el habla tras un silencio ensordecedor por los lamentos de los recién caídos.
—Otra ignorante falacia...—el gruñido resonó en la vibrante calavera y sus cuencas oculares huecas.
—Con el tiempo... unos se van y otros nuevos llegan.
—Pero todos, al final, siempre acaban conmigo —sus palabras hicieron eco de este a oeste, alcanzando la rivera y el pie de la montaña, alertando a todo ser que reptara, sobrevolara los cielos o recorriera las aguas. «Nadie escapa de mí» era la frase que nunca faltaba en su relato.
—Eso me temo...
Marcharon colina abajo, descubriendo que no quedaba rastro de la masacre que representaba el espíritu irracional e irascible del ser humano. Se había formado una espesa capa blanca sobre las armas, los cuerpos y las vidas; enterrando lo que fue y lo que hubiera sido.