Capítulo 1

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Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos

serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que posterior-

mente Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había en-

tonces eran millas de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá

toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La

mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel

entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas

por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas

heladas, que eran propicias a los ogros que en aquel entonces

todavía poblaban esas tierras. La gente que vivía en los alrede-

dores -uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a

instalarse en unos parajes tan lúgubres- es muy probable que

temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho

antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero

esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los

veía como uno más de los peligros cotidianos y en aquella época

había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo conseguir

comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el

fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una do-

cena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso

en las mejillas de los niños.

En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que

de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca

de difícil comprensión entre ellos, de pronto una de esas criaturas

se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una inconte-

nible ira, y aunque se la recibiese a gritos y blandiendo ante ella

armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que

no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que

cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y

desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que

tomarse con filosofía estas atrocidades.

En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra

de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatri-

ce. Tal vez ésos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero,

para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir

que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos

vivían «aislados» en el sentido que nosotros le damos al término.

Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refu-

El gigante enterrado Donde viven las historias. Descúbrelo ahora