Capítulo III: "Ardor".

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Soy muy mala cocinando. Lo sabes bien, tú mejor que nadie. A ti te tocó comer omelet chamuscado, sopa de verduras amarga, crema de elote insípida y bueno, variedad de cosas asquerosas que salieron de mi cocina. Me hubiese gustado prepar el estofado de ternera con patatas al vino tinto de mamá, pero nunca pude hacerlo bien. Lo único que pude ofrecer fueron sodas de sabores, pan y unas galletas en forma de estrella que compré en la tienda de la vieja Maca, en Lusamina, las cuales dividí en bolsitas de celofán transparente y les hice unos moñitos de color verde.

La mañana comenzó nublada e insípida, como suelen ser los últimos días del año para todos aquellos que no anhelamos el festejo ni la compañía, y que solo esperamos sobrellevar los fastidiosos ánimos de la colectividad hasta pasados los primeros seis días de enero, cuando vuelven a ser como eran, sin la hipocresía de la presión social que exije aparentar un rostro agradable ante una mesa y un platón de pavo con ensalada. Sin mucha ilusión desempolvé el auto, hacía tiempo que no lo encendía. Dejarlo todo el día bajo el sol había dañado la pintura. Me percaté de que tenía un rayón en la puerta del copiloto. La casa de tu hermana no estaba lejos, solo serían un par de estaciones en tren y ya está, pero hubiese sido tonto cargar todas las cosas hasta allá. Desayuné por obligación más que por ganas y me dediqué el resto de la mañana, entre cigarrillo y cigarrillo, a un intento obligado por arreglar mi aspecto, luego a poner en orden todas esas cosas que llevaría conmigo.

Me duché, me vestí y me peiné lo mejor que pude. Entonces subí las cosas al auto, estaba lista para ponerme en marcha, pero me di cuenta de que olvidé las monedas de chocolate de tu sobrino, estas se quedaron sobre la mesa de la cocina. Me comí algunas, lo admito, pero quería devolverle el resto. Así que subí de nuevo las escaleras; antes le dije al guardia que me abrió la puerta del estacionamiento que volvería pronto. Entré al departamento y fui directa a la cocina, tomé las monedas y me las eché a la bolsa del abrigo. Di unos cuantos retoques a mi cabello en el reflejo del microondas y salí de nuevo del lugar, con la esperanza de tener un buen día.

Echaba llave a la puerta cuando escuché una voz femenina detrás de mí. Para mi mala suerte se trataba de la vecina del otro día: —¿A dónde tan guapa, Lyudmila? —preguntó. Su voz sonaba madura, agradable. Caminaba rumbo a su puerta con una bolsa de manzanas amarillas en la mano, me imagino para la ensalada de esta noche—.

—Voy a casa de mi cuñada, pasaré la noche con ellos —respondí—.

En ese momento nuestros ojos se cruzaron. Las arrugas y las ojeras en su pálido rostro le daban un aspecto de vejez; pensaríamos que la pobre tendría alrededor de sus cincuenta, si en las reuniones no hubiese aclarado que tiene cuarenta y tres.

—Ya decía yo que ibas muy guapa —respondió esbozando una sonrisa que acentuó sus líneas de expresión. Su piel se estiró—.

Le dí las gracias aunque tú sabes que no me considero particularmente atractiva.

Estaba por despedirme cuando ella preguntó: "¿Cómo estás?". Sentí claramente que intentaba que permaneciese allí, en la conversación. Justamente tuvo que preguntar lo que tanto me temí escuchar.

—Estoy... —dudé. Quise llamarla entrometida—. Estoy viva; estoy bien.

Una curiosa sonrisa se dibujó en su rostro.

De repente comenzó a hablar, pronunció palabras que no llegaron a mis oídos. No entendía lo que ella decía. Mis ojos estaban más atentos a la puesta de sol. Mi mente estaba lejos, pero sonreía y asentía, cuando la musicalidad de su voz me pedía hacerlo; inclusive reí.

—Es una lástima que no puedas acompañarnos esta noche, nos hubiese encantado dar la bienvenida al año contigo —dijo—.

Ya será para la próxima —contesté—. Feliz año, vecina. —Lo dije con ánimos de terminar la conversación para poder irme y ella lo notó—.

Cenizas, nieve y Lyudmila.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora