Bar de Terminal

40 0 0
                                    

Bar de terminal.

María bate la escoba rápida. Admiro su redondez y agilidad mientras añoro el verano
indulgente que recorta antes las sombras, que retira a buen tiempo la oscura ventana
de pensar pasado y futuro. Pero es invierno y los madrugones para abrir la cafetería
son nostalgia de la noche anterior que sabe a final de fiesta, a cruel destino de quien
no consiguió compañera de baile. En invierno, pienso, es la faena el mejor refugio para
olvidar todo,...también en verano, y lo sabe mejor María que se mueve sin pensar.

A las cinco treinta, antes de la llegada de los primeros parroquianos un ritual se
inicia con la llegada del panadero, quien tuvo media noche, él más temprano que
nosotros comienza su trabajo.
Pienso si este hombre que amasa, soba, estira, moldea, hornea las medialunas
será amado. Es probable, el resultado a la vista, pastas generosas en almíbar,
medialunas gordas, brillantes, se puede oler la manteca mezclada con huevo y
harina, toda bañada de esa melaza dulzona. Ideal para iniciar la seguidilla de
pequeños placeres que mantienen el indulto al olvido, alimentando la postergación
de uno mismo, de necesidades vitales.

El primer café, un "apenas cortado", dulce y amargo, como todo lo es.

Las sillas en montones de a cuatro colocadas sobre las mesas por los compañeros
del turno noche del día anterior, (hace apenas unas horas), cuando cerraban entre
las dos y las tres. La superficie del salón libre para que pase la escoba y después
el agua.

Nuestros testigos mudos al otro lado del ventanal, los primeros pasajeros a la ciudad
en fila con los hombros tensos bajo gabanes oscuros y cazadoras con piel en los
cuellos. Las bufandas dejan pasar la humedad del aliento, el vapor. Mi nostalgia
rememora un tren de cuento, mis abuelos, un convoy que oigo de madrugada, a
distancia, sin pasajeros, vacío, que va a ningún lugar, o a algún puerto lejano de
donde vinieron de jóvenes esos viejos que ya no están.

El suelo era hasta recién cenizas desprovistas de pasión. Restos de la noche pasada,
otros que cerraban un día de emparchar con tabaco los agujeros del alma, los
pulmones. Boquillas de papel y nylon que nunca llegan a besos, filtros alquitranados
a cambio de labios con rouge.

Pancho, el barman, parte de la sociedad que concesiona el bar, autor del mejor café
de la zona según su digna vanidad, convertía con el sonido del molinillo y el
reinaugurado aroma del grano tostado, ese salón cualquiera con olor a pino, o a
limón, en un bar hecho y derecho abriendo el despacho de la bebida caliente que
espabila. Nos besamos con las tazas que humean.

Momentos de estar con uno mismo, viendo a la distancia, atravesando el ventanal,
la playa de la estación, la calle, algún coche que va sin apuro, desperezándose.
Se balancean suaves el foco tendido de los cables y las sombras en la calle.
Un ciclista se encorva de frío y empuja pedales pesados, cómplices, reticentes de
llevarlo al tajo.

Los que viajan, a través del ventanal. Mi juventud, esos años cuando pude esforzarme
y en cambio me entregué sin luchar.
María bate la escoba y llena cubetas echando perfumina de pinos o limón.
Finalmente el agua corre habilitándonos, limpios y perfumados.

Se termina el café y sigo en el hechizo con un viejo tango a dúo de guitarras y la
voz aflautada puede ser la de Agustín Magaldi, que era del pueblo y un día se fue a
triunfar a Buenos Aires y no volvió más. Aquí igual algunos cándidos de la memoria
le hicieron homenaje, monolito, y hasta se formó una agrupación "Magaldiana".
Dicen que era tartamudo y la única vez que volvió para actuar se mofo de él alguien
de entre el público. Fue la última vez por el pago...

Pancho canta mejor que el del cassette y me pregunto qué hace en el bar
despachando bebidas sin haberse convertido en cantante. Me respondo que él es
artista a su modo, que estamos prontos a servir mesas como en alguna pulpería,
esa institucion de la "pampa" del campo argentino, como en un boliche, lugar social
de encuentro de la peonada, y con suerte, destino de algún cantor de la canción
criolla, (antecesora del tango), y sus músicos acompañantes.

Pienso también que viene el baile. Es lo más parecido a lo que hacemos
inmediatamente luego de beber el pocillo caliente, bajar las sillas apiladas de a
cuatro sobre las mesas.
El sabor del café aún en la boca y el 2x4 sonando propician la danza.
Con sincronizada precisión intuyo a qué lado de la mesa Pancho va a bajar cada
montón. Suena un bandoneón.

Ahora, "Cuartito Azul", con introducción de violines y piano; y ya la voz de Ángel Vargas.
Acompaño a unísono el verso que dice: "ya no soy más aquel muchacho oscuro, todo
un señor en esta tarde soy"
El equipo de música potente hace temblar los cristales al compás del contrabajo.
Sorprendidos espectadores a través del cristal en la playa de la terminal, con razón.
La música está a todo volumen porque Pancho es algo sordo, (cuando le conviene...)
Los que esperan su turno de viajar a la ciudad del río no saben de sorderas por
capricho y yo me creo bailarín en un improvisado show. Nuestra vena artística, berretines.
Se hace tibio el recuerdo, la previa de esas mañanas donde por veinte minutos éramos
bailarines y cantantes. Antes que a nadie nos servíamos, con mi pareja de baile,
semidioses del brebaje negro excitante, el tango y la danza.

Yo espero la indulgencia de los parroquianos, un gesto, voces en alto que pronuncien
mi nombre, un "Buen día" a viva voz, el pedido acompañado de una sonrisa, una palmada,
alguna chanza, alguna gracia que recuerde la creatividad humana, algo que haga pasar
por alto la agonía mecánica, el movimiento repetido, poner el plato, su azucarillo y
cuchara  junto al vaso pequeño de agua o soda en la bandeja, llevarlo, bajarlo, cobrar.
Las más de las veces la complicidad no llega. Caras lavadas con parpados y pómulos
hinchados, aún dormidos, balbucean entre dientes un pedido. Ojos con requisitos, fijos,
esperando que junto al café le de también uno ese empujón de aliento para la vida de ese día.

Me consuelan luego, más tarde, mis clientes de lujo que llegan a media mañana, Juan,
el "comadreja", de lentes como culos de botellas con el corazón enorme y de hábito
prostibulario, taxista, que remendaba angustias con abrazos. Me quería, porque sí,
porque así era, QEPD.

Roque, el payaso, el humorista, criador de cerdos, campesino desfachatado, te decía:
"Creo que sí" mientras con gesto serio y ojos fijos giraba la cabeza de lado, e
inmediatamente: "Creo que no" con sonrisa en toda la cara, subiendo y bajando el
mentón, los ojos bien abiertos. Se había emparejado con una profesional, médica,
adoptaron una niña morena preciosa que provenía de una provincia de ancestro
aborigen. Duele pensar como lo ha de extrañar. QEPD

El mundo que fue. Pienso si esos personajes podrán volver a ser. Ojalá que sí, que
nazcan por ahí, en las profundidades de la tierra, en la profunda pampa gringa,
estos seres indómitos, humanos, amigos, reyes de lo cotidiano, de las cosas
simples e inolvidables; mientras tanto nos queda el haber sido un poco felices en
esos momentos, como el de soñar con esa piba, mientras bailamos bajando sillas
con Pancho, cuando suena a todo volumen un tango apurado.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Jul 19, 2019 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Bar de TerminalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora