5 Gotas de Muerte.

106 17 2
                                    

«El día triste otra vez», bajo un cielo lloroso, Estela se encontraba de nuevo en su ventana, observando cómo las gotas de lluvia resbalaban por el cristal. «¿Cuándo demonio va a dejar de llover?» pensaba allí parada. «Como extraño el verano, el calor, los días de playa y cervezas». Hubo un tiempo en que la juventud le regalaba placeres sin medida, amistades sin fin, y cada fin de semana se convertía en una nueva ciudad por descubrir. Pero su vida dio un vuelco cuando su padre en sus mañas decidió hacerles una mala jugada a sus socios, esto atrajo la sombra de la muerte sobre él y todo aquel cercano a él.

—¡Estela! —Una voz la sacó de su ensimismamiento.

—Estoy justo aquí —respondió sin entusiasmo y con un tono cansado, a pesar de encontrarse a solo un metro de quien la llamaba, esta lo hacía como si estuviera en el jardín de la casa.

—¿Dónde están mis cartas?

—Las tiene justo al lado, doña Claudia —dijo, rodando los ojos mientras colocaba en las manos de la anciana la cajita con las cartas.

Doña Claudia, una anciana caprichosa y molesta, convertía la vida de Estela en un constante infierno con sus rabietas, mañas y pérdida de memoria.

A los 26 años, Estela llegó huyendo de Cuba, y don Ramón, al conocer su situación, la acogió bajo su techo. Alimentación, cama, ropa; todo lo que Estela necesitaba le fue proporcionado por don Ramón. En ese momento, lo consideró como un golpe de suerte, pero ahora se arrepiente de haber aceptado tanto. En aquel entonces, Ramón vivía solo con su madre, Claudia. Con el tiempo, decidió formar su propio hogar y mudarse a la ciudad, dejando a Estela a cargo de la casa y de doña Claudia.

Al principio, todo parecía perfecto, pero los compromisos, responsabilidades y las enfermedades de la señora trajeron consigo una carga pesada. Después de algunos años en la misma situación, Estela propuso la contratación de otra joven para ayudar con doña Claudia y las tareas domésticas. La respuesta de Ramón resonó en sus oídos como un frío recordatorio de su posición:

—Ya he gastado demasiado en ti como para invertir en otra persona que haga lo que se supone que debes hacer —le dijo este sin ninguna moderación en sus palabras—. No tienes como pagarme todo lo que he hecho por ti. Cuida a mi madre, mantén la casa limpia; ese es tu trabajo. Yo me encargaré del resto.

El suspiro de Estela se mezcló con el sonido de la lluvia, mientras su mirada se perdía en un pasado donde los días eran más cálidos y las decisiones, menos complicadas.

Ramón, al principio, enviaba lo necesario mensualmente; sin embargo, con el tiempo, la frecuencia disminuyó a cada dos meses y así sucesivamente. Estela, en un acto de rebeldía, intentó confrontarlo, pero él respondió con amenazas crueles, insinuando que la entregaría a personas que no dudarían en acabar con su vida si la encontraban. Con temor paralizante, Estela bajó la guardia y se resignó a aceptar ese destino ineludible.

Treinta años han pasado desde que Estela llegó a esa casa, viendo cómo su juventud se desvanecía frente a sus ojos. Aunque se levanta cada día con la esperanza de que los tiempos de gozo y fiestas regresen, ese día nunca llega. Cansada de la rutina, lucha por sobrevivir, amargada y tratando de mantener la paciencia necesaria para lidiar con la señora Claudia.

—Estela, ve al mercado para que traigas algunas cosas. Debemos preparar un baño —ordenó la anciana.

—¿Y ahora para qué?

—Mis cartas me dicen que pronto vendrán unas pestes, virus y demás, no habrá nadie a quien no les afecte. Tenemos que protegernos y mantener esas pestes alejadas de esta casa.

Hacía un mes que doña Claudia había decidido que era una bruja, capaz de leer las tazas y las cartas.

—Más tarde, doña Claudia —intentó posponerlo, esperando que en una media hora aquello se le olvidara.

—No, en este mismo instante.

—Pero está lloviendo a cántaros —gritó señalando hacia la ventana.

—No importa, vete con un paraguas, pero vete.

«Maldita bruja, cada vez está más insoportable», pensaba Estela para sus adentros. Sabía que era imposible contradecirla y que, de todos modos, tendría que salir a realizar el mandado. La señora empezó a dictar la lista de compras de las hierbas que necesitarían, sumergiendo a Estela en una tarea que, aunque mundana, se convirtió en parte de su cotidiano desencanto.

—¿A dónde vas? —escuchó que alguien se le acercaba mientras ella salía de la casa.

—Al mercado —dijo al ver a Rafael, el capataz llegando a la entrada de la casa con un enorme paraguas.

—Pero si está lloviendo mujer, ¿por qué no dejas eso para otro día?

—La niña caprichosa necesita que se haga ahora, me tiene harta.

—Tienes que aprender a manejar esa mujer.

—Para no escucharla prefiero hacer lo que dice, quédate a echarle el ojo hasta que regrese.

—No hay problema —contestó Rafael mientras limpiaba sus botas en el escalón donde estaba—. Por cierto, ¿has hablado con el señor Ramón?, tiene algo pendiente conmigo, ¿aún no sabes cuando viene?

—No, no lo sé, pero tú eres libre de irte y no volver más por aquí hasta que te pague tu dinero.

—Eso es lo que no quisiera hacer —murmuró para sí mismo. Estela abrió su paraguas y empezó a alejarse.

Al llegar al mercado, Estela se adentró en el área de hierbas, hojas, semillas y todo tipo de productos naturales, buscando meticulosamente cada elemento de la lista. En un pasillo corto y mal iluminado, se percató de unos frascos curiosos de vidrio en un estante coqueto. Movida por la curiosidad, se acercó, pero la ausencia de letreros o etiquetas le impedía conocer su contenido.

—Son extractos de raíces y plantas —dijo la voz de una mujer, pero Estela ni siquiera se molestó en voltear a ver quién hablaba—. En su mayoría, venenosas.

—¿Venenosas?

—Sí, veneno.

Los ojos de Estela brillaron ante la revelación.

—¿Y cómo para qué la gente los compra mayormente?

—Tienen diferentes usos. Algunas ayudan a cicatrizar heridas infectadas, hay colorantes... Pero al ingerirlas son letales. Estos de aquí —dijo acercándose al estante y señalando los de la parte superior—, son los más peligrosos. La gente los usa para matar animales, desde ratas hasta sacrificar animales grandes. Cinco gotas son suficientes para acabar con un caballo.

Estela no se percató de su boca abierta hasta que tuvo que humedecerla para hablar.

Cuento completo en libro físico.  

Haz click aquí para adquirirlo: https://www.amazon.com/dp/B0DBJ37WSG

Cuentos: Tiempos de lluvia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora