Donde los patos se lavan las patas

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Donde los patos se lavan las patas

El ascensor, por la mañana

Una mañana, una más de las tantas mañanas de lunes a viernes, yo esperaba en el garaje de mi trabajo, bostezando, la llegada del ascensor que me subiría a la planta de oficinas, que aunque en teoría es la primera, en realidad tiene cuarenta y ocho escaleras y seis tramos, y es como tres pisos, que, a las nueve de la mañana, resultan muy pesados de ascender. Al poco se abrió la puerta y allí me encontré a Gabrielle, sola, vestida con un leve vestido negro que no ocultaba sus rodillas, iluminada por los intensos halógenos del techo y apoyada en el espejo del fondo, con sus largas piernas cruzadas por los tobillos y las manos en el regazo, que subía desde la segunda planta del aparcamiento subterráneo.

Gabrielle, francesa

Gabrielle es francesa. Lo cual no tiene nada de particular, ya que trabajo en una empresa francesa. Trabajo con franceses, hablo con franceses, recibo órdenes de franceses, trato con franceses y, a veces, hasta me tomo algún café con franceses. Gabrielle es una de las muchas personas francesas que trabajan aquí, en la oficina madrileña de la empresa donde me paso la vida. La conozco de vista desde hace años, “buenos días”, “buenas tardes”, pero no tanto como para decirnos nunca “hasta mañana”. Tendrá unos cuarenta años maravillosamente bien llevados, es morena de pelo cortito, piel blanca, ojos negros, rostro dulce, muy alta, delgada y estilizada como un junco, y poseedora de unas piernas interminables con las que se mueve con una gracia de bailarina dentro de su peculiar modo de vestir francés, basado en suaves telas oscuras, pañuelo al cuello al estilo de una bailarina de tango apache y una casi total ausencia de colorido chillón. Como remate, Gabrielle es de trato muy agradable y correcto, siempre saluda y sonríe cuando te la cruzas por un pasillo. Pero yo nunca había tenido ocasión de intercambiar muchas más de estas palabras de protocolo con ella. En realidad, es raro que yo intercambie muchas palabras con nadie en mi trabajo, salvo las correspondientes a las tareas que tengo que realizar.

Gabrielle, que llevaba un bolso enorme estilo francés colgando del hombro también estilo francés, sonrió al verme y me dio los buenos días. Se acomodó un poco, incorporándose de la relajada postura que traía medio sentada sobre el pasamano, y las puertas se cerraron sin que nadie más entrara. Diez segundos. Había cronometrado mentalmente la duración del trayecto docenas de veces. Diez segundos. Tantos viajes, solo o acompañado de una multitud de compañeros (hasta siete) daba para mucho a lo largo de los diecisiete años que llevo trabajando en el mismo lugar. Exactamente diez segundos desde que se cierra la puerta hasta que comienza a abrirse de nuevo, intervalo durante el que me dediqué a contemplar los preciosos zapatos de tacón de diez centímetros sobre los que la señorita estaba subida, y a respirar el sutil y fresco perfume, francés, que su francesa piel emanaba por todos sus poros. Transcurrido este tiempo el ascensor, como solía hacer siempre, paró bruscamente, se abrieron las puertas, me hice a un lado, y Gabrielle salió, desplazándose con la fluidez del junco mecido por el viento que era, y deseándome, con acento francés, una feliz jornada.

El ascensor, por la tarde

Aquella misma tarde, una más de las tantas tardes de lunes a viernes de no haber sido por el encuentro de la mañana, me dirigía al ascensor para bajar al garaje, una vez terminada la dura e intensa jornada laboral. A lo lejos vi que alguien entraba rápidamente, y dejaba cerrarse la puerta, dándome con ella, literalmente, en las narices. Sin embargo, de pronto, la puerta volvió a abrirse, desvelando el contendido de la caja del ascensor. Allí estaba Gabrielle, sola, con el dedo índice de su mano derecha pulsando el botón de apertura de puerta, y yéndose, como yo, al garaje para subirse al coche y volver a casa. Sonrió con una sonrisa que le iluminó el pálido rostro cuando le di las gracias, soltó el botón para que la puerta se cerrara, se apoyó un poco en el espejo del fondo, y mientras yo volvía a deleitarme con su perfume que parecía no haberse diluido ni un poco, el ascensor se puso en marcha. No soy aficionado a las conversaciones de ascensor, y ni siquiera en este caso, en el que la señorita me había hecho un favor, fui capaz de encontrar un tema adecuado con el que rellenar los diez segundos del viaje que habíamos emprendido solos, juntos.

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