Gadiro

255 18 0
                                    

Escuchó a alguien quejarse de la temperatura a sus espaldas y supuso que el ambiente era demasiado sofocante allí dentro, así que optó por sacarse el abrigo negro de paño que llevaba puesto.

Hacía siglos que él no sentía ni frío ni calor. Se guiaba por la observación de la ropa de los demás, para escoger su propia vestimenta. Ese día una camisa blanca y un chaleco gris marengo cubrían su torso, complementando a un traje de lana fina de un gris todavía más oscuro. No le había costado elegir los tejidos ni los colores, porque bastaba una ojeada al exterior desde su casa para saber que hacía un frío polar, aunque no fueras capaz de sentirlo. Todo el mundo sabía cómo eran los inviernos en Manhattan.

Por lo visto, el personal encargado de mantenimiento del Museo Metropolitano de Nueva York también era consciente, porque la gente en la sala se despojaba de sus prendas hasta quedar en mangas de camisa o tirantes, lo que sólo podía significar que la calefacción estaba demasiado alta. Aunque él jamás había podido sentir ese tipo de calor sobre su piel, había aprendido a observar a su alrededor para lograr pasar desapercibido en sus costumbres.

Cada día acudía a esa misma sala, ubicada en las galerías arqueológicas egipcias del museo. Cada día pasaba horas allí, de pie —tampoco era capaz de acusar la sensación de cansancio—, frente a la misma pieza. Intentando con lo poco que le quedaba de alma, arrancar algo, lo que fuera, de ella. Un sentimiento. Una mísera emoción.

Paseó la vista por la estancia, procurando que nadie se fijara en él demasiado. Aunque los cubría con lentillas, era consciente del fulgor que sus ambarinos ojos proyectaban y del mal que podían causar. Por eso, evitaba el contacto directo con otros ojos. La gente parecía ajena a su presencia. Sin embargo, sabía que ciertas personas lo tenían fichado. Siempre allí. Cada día. Frente a la misma pieza arqueológica. Si fuera capaz de sentirlo, un ramalazo de miedo le habría recorrido la espina con ese simple pensamiento. Aunque fuera a él a quien debieran temer.

Estaba seguro de lo que la gente pensaba al observar aquel objeto en concreto. Una pieza tallada en mármol que mostraba a un hombre mortal siendo sostenido y besado por lo que popularmente era conocido como un ‘ángel de la muerte’. Estando ubicada en una de las salas egipcias, sabía que lo que la mente del humano del siglo XXI deducía era que se trataba de alguna representación mitólogica o mística de la época. Sin detenerse a pensar que la figura apenas tenía semejanza con el arte egipcio de finales de su imperio. Aunque tampoco encajaría en la sala que mostraba las obras de la Antigua Grecia.

Lo cierto era que no encajaba en ningún sitio, al igual que él mismo, porque no había salas en ningún museo arqueológico dedicadas al lugar del que había salido.

Contuvo el impulso de pasar la mano por la superficie, conjurando un recuerdo de hacía más de once mil años. El tacto del mármol. La suavidad y su frescor. Alguien se había tomado la molestia de capturar el momento para posteridad con enervante fidelidad.

Como si no estuviera grabado a fuego en su mente. Imborrable, perdurable y hostigador.

No sentía la angustia emocional, pero sí la física y en multitud de ocasiones había tenido que tragar para llevar de vuelta la bilis a su lugar de origen.

Lo que la gente llamaba con ligereza ‘ángel de la muerte’ no era sino una horripilante y atroz criatura alada del mundo antiguo que perseguía a la gente de su época para sustraerle sus emociones. Oh, sí. Las gorgonas no eran peligrosas por petrificar a través de su mirada, para después matar al pobre incauto, como se creía en la actualidad.

Por el contrario, su interés radicaba en mantener vivas a sus víctimas, para que recogieran por ellas más emociones humanas que alimentaran su emponzoñado ser, así de ávidas se sentían. Una vez eras presa de su mirada, quedabas petrificado momentáneamente por la ausencia completa, brusca e instantánea de emoción o sensación alguna. Dejabas de sentir calor o frío, dolor o placer, amor u odio. Pasabas a ser parte de ella, si esa era su voluntad, tus ojos detentando el poder de absorber emociones también, la necesidad de volver a ella como un condenado esclavo a servírselas en bandeja.

No era posible resistirse a su temible encantamiento. Incluso él, Gadiro, gemelo de Atlas, Rey y jefe militar atlante, había caído preso del hechizo de Euríale, tal y como mostraba la injuriosa pieza que tenía frente a él, y aún continuaba sirviéndola a través de los milenios.

El mundo había cambiado de mil formas diferentes. Había visto a su pueblo vencido por los enemigos, su tierra había desaparecido tragada por el océano dejando tras de sí un reguero de leyendas. El mundo moderno se lo había tragado a él.

Después de once mil años, seguía arrastrando su subyugada existencia  por la faz de la Tierra, sin poder revelar su identidad. Pasando desapercibido. Tragando emociones de pobres mortales sin que él mismo pudiera experimentar una sola de ellas.

Y, precisamente por eso, era capaz de seguir haciendo su trabajo. Sin que expresión alguna se dibujara en su rostro, agarró su abrigo y se giró, dando la espalda a la escultura que mostraba el abrazo oscuro entre él y Euríale.

Al salir a la calle, a la ventisca, supuso que debía colocarse el abrigo y así lo hizo. Giró la esquina y se encaminó en dirección a Central Park, en busca de sus próximas víctimas.

GadiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora