En las laderas de Seattle había un laberinto de pequeñas tiendas: el principal mercado de Seattle era una colmena de puestos donde se afanaban los dueños y sus clientes. Pero en la actualidad el mercado era mucho más que eso. Yuppies bien vestidos caminaban entre las paradas, eligiendo endivias o escarola para sus ensaladas, mientras bebían expresos cortados con leche en vasos de papel con el nombre de la cafetería, Counter Intelligence. Era increíble cómo se había puesto de moda el café al estilo italiano en Seattle. Los aficionados a los expresos tenían su lenguaje propio: biberón, grande, liviano, con mucha espuma, descafeinado. Justin siempre pedía el suyo muy caliente. A pesar de que había nacido y crecido en Seattle, todavía no sabía los nombres de las distintas clases de café.
Justin, como la mayoría de los nativos de la ciudad, no disfrutaba de todo lo que Seattle tenía para ofrecerle. Jamás había cogido el ferry a Bremerton, por ejemplo, y había evitado la zona del mercado, en parte porque cuando era muy joven era un barrio de mala fama, frecuentado por marineros y prostitutas. Y con tanto trabajo y tan pocas citas con chicas no había estado en Pike Place en años. Cuando no estaba trabajando, iba a menudo al Metropolitan Grill, siempre lleno de empleados de Micro/Con. Pero aquí había mujeres orientales con ropa de Gucci, oficiales de la marina, jovencitas hippies ataviadas con vestidos que debían de haber cogido del armario de sus madres, un negro de turbante llevaba un loro en el hombro, y los turistas de siempre se paseaban por todas partes. A Justin la cabeza le daba vueltas.
Pero había venido a «dar guerra», siguiendo las órdenes de ________. Se detuvo frente a una panadería. Bueno, no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy. Junto a la parada había una mujer rubia, menuda y delgada. Parecía simpática, y Justin la miró a los ojos. Pero ella evitó sus miradas y él desistió. De todas formas, las rubias eran muy frías, se dijo.
Miró al otro lado y vio una morena alta de téjanos y jersey verde. También parecía agradable… hasta que sonrió. Justin se preguntó cuántos pintalabios se comería la mujer promedio en un año. ¿Uno? ¿Dos? ¿Y qué tenía el carmín? ¿Agente naranja? ¿Y él se lo comía cuando besaba a una chica? (La verdad es que, tal como era su vida últimamente, no corría peligro de envenenarse.) Justin decidió que los dientes manchados de carmín eran muy desagradables, pero ella le sonrió. Se acercó a la joven. ¿Y ahora qué? Tuvo un instante de pánico. No había preparado nada, ni un saludo ni una frase. Dios, estaba allí con la boca abierta como un pez. Piensa, Justin, piensa.
—¿Me puedes decir la hora? —consiguió preguntar por fin.
La sonrisa de la morena se desvaneció. Miró a Justin de arriba abajo.
—No —dijo luego, y se marchó.
Justin, incómodo, retrocedió hasta la entrada de la cerería, detrás de él. ¡Dios, qué desastre soy! Luego fue caminando hasta donde se encontraba una tercera mujer, algo mayor que las anteriores, y un poco menos atractiva.
—¿Me puede decir la hora?
—¿Por qué? —le replicó ella, y luego guiñó los ojos y subió y bajó las cejas, en una mala imitación de Groucho Marx muy parecida a la de ________. Justin se quedó de piedra; no se esperaba esa respuesta. Y ella, cuando lo vio tan silencioso, se encogió de hombros y se fue.
Al otro lado del mercado, ________, Selena y Ryan caminaban entre la multitud en la zona de las pescaderías.
—¡Este lugar es el sueño de un cocinero! —exclamó Selena.
—Sí, y la pesadilla de un músico cansado. Es una trampa para turistas y domingueros. Todos los tíos que se pasan la semana en una oficina vienen aquí los fines de semana.
—No le hagas caso —le dijo ________ a Selena—. Mira los productos. Tal vez te decidirás a establecerte en Seattle. Y espera hasta que veas los pescados —acabó ________ con una risita.