Dicen los que me vieron crecer, que lo que menos percibieron, fue mi boca separarse, y que de aquel cavernoso y húmedo rincón salieran pequeñas corrientes de aire, mucho menos. Digo yo, que he cargado con mi persona desde hace cincuenta y dos años, que si no era necesidad, no había –ni hay- un sólido porqué para hacer vibrar mis cuerdas vocales. Entre cuatro paredes de adobe (agrietadas y macizas conforme avanzaba el verano guanacasteco, sudando quizás por el vino de coyol, o por la temprana decisión sobre si quedarme en Liberia o irme a la ciudad a estudiar), bajo las tejas de barro, labradas por mi difunta madre, aprendí que lo que la boca calla el pincel lo libera. Entre esas cuatro paredes y dos botellas empolvadas de contrabando–que sólo mis entrañas al rojo vivo podrían describir-, aprendí que la compañía era si acaso un capricho innecesario de la vida, cuando un mísero trazo puede convertir al portador de la herramienta asfixiada de pintura, en un creador casi dios, y al papel en un espacio sumiso a los deseos de su progenitor. Aprendí eso y de lado nunca olvidé, que si el resultado de prolongados trazos, se niega a ser de naturaleza femenina, no hay por qué conservarlo, o al menos en mi momentánea memoria, que pasados los cuarenta inviernos –porque para mí el verano no es más que la sequedad del alma-, se toma vacaciones cada dos semanas, dejando vivas las imágenes de baja relevancia o poca estadía en mi rutina. Vez perdida logro ver una reprimida y fémina raíz en el rostro del hombre, incluso en mis propios firmamentos.
Aquel día arrancó cuando esa estrella que llamamos sol, y que yo de pequeño llamaba “estrellota”, ya llevaba media carrera hecha. Sin dejar de silbar sus cantos entre rígidas ramas, y empujando masas hacia el parque, se presentaba sin pedir permiso ni perdón el ventolero matutino. Los de la esquina de arte circense –o “payasitos”, cual era mi apodo para ellos de cariño-, de resaca pero sonrientes, pasaban al lado mío y asimilando una reverencia con los sombreros en la mano me saludaban. Yo alzaba mi mano interpretando un saludo militar y sonriendo sin dejar mostrar los gastados dientes. Me gané el seudónimo de Boinita por la variedad de boinas hechas a lana que usaba sobre mis restantes canas desde que empecé a trabajar en aquel parque. Religiosamente, sábado tras sábados, me colocaba en el mismo árbol cuya sombra era, sino, la mejor en toda la cuadra. Cuando encima de nosotros se posaba el sol, no había rayo de luz que me sofocase, y cuando nuestro humilde e imponente servidor gaseoso se ocultaba, no había hilo de luz que no se colara entre las hojas para darle un tono naranja a mis pliegos. Pliegos que coloqué esa tarde, la vigésima primera tarde dominical del mes de Abril, sobre el caballete con el que si me dieran la oportunidad, empezaría incluso mi vida desde cero. En compañía y frente a ese pedazo de madera, tan viejo como yo, y a quien trataba como mi escudero, me habían ocurrido las pasiones más desaforadas, las noticias menos imaginadas y las pinturas más reveladoras. Con él empezaba cada nuevo proyecto, y cada obra cuyo origen tenía de base ese armatoste y preciado caballete, resultaba de provechoso hacer. Bajo mi brazo, además de cargar con mi caja de herrumbrado metal, atestada de pinceles, óleos, acrílicos, paletas, carboncillos y aceites, tenía también mi infaltable antología de obras onnetianas. Mientras esperaba a que llegase un cliente, o mientras dejaba que se secara una pintura, agarraba aquellas cuatrocientas páginas y al azar escogía un cuento o un poema, lo que fuese me daba igual. Y si quien me hacía compañía no era Onetti, tenía que ser Saramago, o bien, Padura.
Dirían los que me vieron crecer, que un pensamiento como el que se coló, entre carrerones infantiles y cantos argentinos de Sosa, jamás sería propio de mi persona. Si bien lo imposible, por no decir lo ajeno, era mi ámbito, me alejaba también de lo inmoral. Cuando los fuertes y fríos vientos tocaban a mi puerta, y acompañados estuvieran de una prima cuyo nombre no recordara, o conocida de dudosa procedencia (dudosa quizás sólo para mí), no había whiskey que se resignara a salir de su gaveta, ni flechazo literario a la que se contuviera este viejo -que tampoco sabe si alguna vez fue joven-, con tal de extinguir el mal de cama fría o mañana solitaria. Y en realidad la habitación no era más que una variable, cuyo valor no afectaba el resultado, siempre y cuando todo el procedimiento se hiciera de la mejor manera posible. Recuerdo, cuando empiezo a vagar en pensamientos propios del desvelo, los besos con mi prima Tatiana, hija de mi tía Isabel, cuyas ejecuciones no eran interrumpidas más que por cada escalón que subiéramos no en dirección a la habitación, sino al balcón, haciendo testigo al nublado cielo, cuya imagen defraudó mi fantasía de una penumbra ardiente en estrellas que reflejara la pasión que le presentaba, y por supuesto, estaba también invitado el fiel caballete. Y a la velada de desvaríos se suma la del bolso beige, inocente –que terminó no siendo tan inocente- párvula cuya historia de sorpresiva e inesperada llegada con principios universitarios, yo convertí en una fama. Atribuida en totalidad por la forma con la que me despojó de los estribos mientras mi mano se aventuraba en una travesía, sin seguro retorno por los confines de aquella falda negra y floreada. No he logrado mejor manera de llamarla que un cronopio: “un dibujo fuera del margen”, diría en mi lugar el cronopio mayor. Los amoríos variaban y cada vez el término de inmoralidad se hacía más subjetivo. Las hijas de Lucho el pulpero (Ana, María José, Victoria y Diana), los vejestorios secos y hambrientos de carnalidades prohibidas en el círculo de profesoras colegiales, las solteronas madres de estudiantes cuando impartía clases a domicilio, e incluso una santurrona, que me convenció de que la cercanía con Dios en muchas maneras se manifiesta, y, yo le demostré que no todo pecado trae consigo arrepentimiento. Pero nunca alguna que mientras estuviera naciendo yo estuviera en el apogeo de mi mocedad.