Soledad, tristeza, amargura...
Sentimientos tan cercanos y desdichados al mismo tiempo. ¿Qué podía hacer Grace? Las tenebrosas tinieblas del pasado habían regresado desde el más infinito de los rincones para llevársela. Los dolorosos recuerdos que habían sido destruidos hasta convertirlos en cenizas estaban allí, frente a su persona, a modo de macabra broma. Se mostraban ante ella como lobos, acechando en la noche para atacar a su presa en cualquier momento.
La habitación, oscura, tan sólo estaba iluminada por la brillante luz de la luna. Los rayos que se filtraban a través de la ventana atravesaban las gotas incrustadas en el frío cristal, acariciando su rostro, acunándola en una danza de armonía que en difíciles ocasiones percibía. ¿Cómo era posible? Habían transcurrido siete años desde la última vez que vio a Arnold y, a pesar de ello, cada día, su primer pensamiento iba dirigido a él, y las mismas preguntas arrinconaban su ser: ¿la habría olvidado? ¿Habría olvidado los incontables momentos de felicidad que pasaron juntos? Las risas, esperanzas y aquellos momentos de bienestar, ¿también los habría olvidado? Ahora sólo quedaban ante su alma la aciaga soledad, la insoportable tristeza y la desdichada amargura. Eso ella jamás lo olvidaría, estaba segura.
***
Firmas, documentos, cálculos, cartas... ¡Aquel escritorio era un desastre! Estaba harto de tener que lidiar con la selva que tenía por mesa. Era un hombre de negocios, no un lacayo ni un criado.
—Necesito a una secretaria que maneje todo este caos...
—Te doy la razón, hermanito.
Arnold alzó la vista y observó la figura de Daniel, apoyado descaradamente en el quicio de la puerta.
—¿Qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en tu casa?
—¿Así es cómo recibes a las visitas? Por los clavos de Cristo, no me extraña que no tengas ninguna.
—Te repetiré la pregunta una vez más antes de que te eche a patadas: ¿qué haces aquí?
—Me aburría y pasé a saludar. No hace falta que me des las gracias por preocuparme por ti.
—No hacía falta. Me las arreglo bien solo.
—Ya lo veo. ¿Decías que necesitabas a una secretaria?
—No es asunto tuyo. Yo manejo mis negocios.
—Dejando de lado tu insoportable mal humor, ¿qué te parece que te ayude?
—¿Acaso estás sordo? Te he dicho que yo manejo mis negocios.
—¿A eso le llamas manejar? —Daniel señaló con un dedo la mesa— Por favor, necesitas ayuda y para eso estoy aquí. Además, hoy estoy caritativo y esta oferta tan sólo será válida por un minuto.
Arnold sopesó la propuesta de Daniel. Tenía que ocuparse de asuntos más importantes que organizar su despacho y la ayuda de su hermano era algo que no podía desperdiciar de buenas a primeras.
—Está bien, pero sólo lo hago para que cierres esa boca.
—Yo también te quiero.
—Empieza por los documentos y prosigue por las cartas. Los que no están firmados primero y, posteriormente, los que sí. No es difícil, pero sí laborioso y a mí me lleva tiempo.
Pasaron la mañana ordenando papeles y realizando cálculos. La organización vino acompañada de concentración por parte de ambos, pero las risas también hicieron acto de presencia. Daniel era encantador, un alma brillante y llena de vida. Desde niño siempre se había mostrado carismático y afable, sin embargo, al igual que él, mostraba vestigios de un pasado doloroso. Intentaba ocultarlo con bromas y sonrisas, aunque sus ojos siempre lo delataban. Estaban condenados a ser eternos fantasmas anhelantes de felicidad.
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Cenizas del Pasado
Historická literaturaLondres, segunda mitad del siglo XIX. Arnold Collingwood, segundo hijo de un conde inglés, ha conseguido amasar una gran fortuna gracias al éxito de su empresa. Es un hombre despiadado y frío en todas las facetas, sin embargo, toda alma ha de pasar...