Segundo cuaderno, segunda parte

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La idea del mundo cotidiano es irreal, tiene poco uso

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La idea del mundo cotidiano es irreal, tiene poco uso. Para lo que único que realmente funciona es para ser usada hasta el agotamiento, estirada y masticada, entre las manos, al estar sentado en alguna barra bebiendo y charlando. Está lista para ser murmurada en el oído de todo soñador. Así cualquier flor que esté marchita, el desorden de una habitación o las falsas esperanzas, cobran sentido. Lo hacen porque todo ese fluir de situaciones impensables, plagadas de tristeza y aparente caos, se juntan para labrar sueños salvajes, ascensos espirituales, todos momentáneos, de los que muy seguramente uno se arrepentiría, sentado en la misma barra pero sin charlar ni beber. Diciéndole adiós a algo quizá.

La libertad siempre hiere, en cierta medida. Es como una historia que nadie tiene por qué contar pero un día cualquiera, alguien se sienta a tu lado y te adelanta los detalles. Conmueven profundamente esas palabras y acude el sobrecogimiento. Ocultas el rostro para llorar con dignidad todos esos momentos en los que no hiciste nada al tener dentro de ti, por supuesto, esa libertad con la que otros están soñando aunque no conocen la historia. Y toda libertad, te guía irremediablemente a un final. Esta no siempre tiene la capacidad de sostenerse a sí misma y son muchas las veces en las que ni siquiera serás capaz de hacerlo tú.

Yo conocí ese tipo de libertad. Aunque mis muros no fueran inamovibles y los caminos de todo ideal, movedizos, me obligué siempre a contenerme en mi interior y tampoco poseía la facultad de desahogarme. Si lo pienso con detenimiento, ni las pinturas ni la muerte, que siempre me rodeaba sin importar qué, me hicieron fluir con el tiempo. Nada consiguió despertarme o apartarme de las sombras, salvo la carta de Andrea.

Después de haberla leído y de susurrarla infinidad de veces en la oscuridad de mi taller, bocarriba pensando en Sienna, que estaba en la cocina o en la sala vistiéndose para salir o quedándose un rato más, recordé esas caras muertas del retrato que le había regalado a la familia de Andrea mientras aún residía en Italia. De alguna forma, cuando más lo pensaba, mi patria se transformaba en una sustancia que se esparcía en mi interior. Un color. Cuando recordaba la Italia que conocí cuando aún era pequeño, entonces todo se detenía y por un instante, era un hombre cuerdo con pleno dominio de mí mismo. Pero, tarde o temprano, esa capa gruesa que me asfixiaba sin ningún reparo, un peso muerto que me aplastaba las costillas y el corazón, me llevó a ese punto de necesidad de muerte, delirando a cada instante que pasaba, cada momento en que las calles de Nueva York no tenían sentido. Ni la lluvia, ni la mujer a la que estaba matando y que creyó que podría salvarme.

Las patrias nunca son tierra. Se desenredan en sensaciones, en espacialidades y recuerdos al sol, en sonrisas torcidas y llantos rebuscados, en detalles de esa libertad que nadie entiende pero que todo el mundo busca. Eso representó para mí la carta de Andrea, y pensé, lleno de ansiedad, en qué otras palabras me había perdido. Pero era tarde. Cuando me di cuenta, ya no había retorno. Habían sido incineradas y yo las había visto arder.

Finalmente, llegó un día en que no se me hizo extraño pintar. Mi humor cambió de forma notoria y me senté una tarde a dibujar esos paisajes que nunca me atreví a enseñarlos a nadie, boceteando el recuerdo incesante de ellos. Si hay algo que siempre existió y jamás pude olvidar, fueron esos paisajes. Y en cualquier servilleta, en el borde de un papel o incluso dentro de mí, se imprimían hasta calmar mi dolor. Me obsesionaba aquel que en pocas palabras pero bastante precisas, Andrea había descrito. Por supuesto que esa playa que había mencionado hacía alusión al recuerdo de esa industria cinematografica que soñó con tener y a la belleza inusual y radiante que conseguimos recrear en las palabras y el color. En cada guión que nacía con el propósito de cambiar para siempre el lenguaje cinematográfico. Ese taller que de haberse dado no tendría nada que envidiarle a los clubes artísticos del Nueva York de los años 20.

Marcello, 1920Donde viven las historias. Descúbrelo ahora