1. Gafas

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—Debe ser hereditario —dijo mi padre mientras llenaba una hoja que nos había dado la tienda óptica con todos mis datos y los suyos para registrar la compra de mis gafas. Monturas color azul naval, lunas de resina, anti-reflex. La marca es lo de menos, y ni la recuerdo, pues la inscripción que estaba al lado derecho se borró con el tiempo.

Tenía seis años cuando las conseguí. Recuerdo que me parecían las mejores en ese momento, para ver. Con el paso del tiempo, la pubertad y la inclusión social me enseñaron a darles una nueva utilidad: son una máscara.

Cuando las llevo puestas, puedo ser el chico más lindo y tierno. Bueno, es como si me callaran la boca. Me dejan sin palabras cada vez que una chica se me acerca. Y eso, por alguna extraña razón les parece tierno. Pero si no las llevo puestas, soy alguien diferente, soy libre, soy un pez y el mundo es mi mar. Pero eso lo descubrí hace un par de años.

Julia Castillo, la chica "fashion", la popular, no era taaan linda que digamos... Bueno, un poco, pero aún así, ha tenido más novios que las tantas joyas que llevaba puestas todos los días. No solo era linda y popular, también era inteligente. Y muy lista. Casi siempre era de muy buenas calificaciones, al igual que yo, que era el primer puesto todos los años. Así que siempre teníamos cierta rivalidad que ninguno de los dos quería admitir.

Pero lo peor de todo era lo siguiente: era mi vecina. Vivía en la casa frente a la mía. Su familia era ejemplar, una familia perfecta: su padre era un hombre exitoso que trabajaba en una constructora y siempre andaba fuera de casa; su madre, una excelente psicóloga que atendía de lunes a domingo en la mañana y en la tarde muy lejos de donde vive. En cambio de mi familia no podía decir lo mismo: mi padre nos abandonó cuando tenía diez y mi mamá, Ana, se quedó muy triste por eso. Ella es cantante en un restaurante elegante cerca al centro de la ciudad. Trabaja todos los días por las noches. Ha conseguido hacerse amiga de los Castillo desde antes de que yo naciera. Hemos ido a cenar con ellos algunas noches. Pero a pesar de eso nunca he tenido la oportunidad de hablar con Julia.

Mi vida seguía lo que el destino había escrito para ella, y creía que mi destino no sería un buen escritor de historias de suspenso o misterio o romance o de nada. Nunca me había enamorado de nadie. Nunca lo he hecho y espero no hacerlo. Mi madre había cambiado la cena con los Castillo por una salida al club. Iríamos a la piscina, acamparíamos y haríamos cosas de familia. Bueno, los Castillo las harían.

Llegó el tan esperado día. El club estaba a tres horas de viaje. Llegamos en la noche y armamos carpas, sillas, mesas y un toldo. Llevamos un parlante por si nos daba ganas de menear el bote. Pero la diversión era solo para los grandes. Julia y yo estábamos sentados frente a frente, separados por la mesa. En ese momento tuve una sensación extraña que no supe explicar. Me dí cuenta de su cabello rizado, castaño. Ojos marrón oscuro. Labios gruesos, rosados. Para los catorce que teníamos, ella estaba bastante desarrollada. Para ser sinceros, siempre me había dado igual lo creída que era, pero esa vez parecía inofensiva, como si detrás de todo ese egocentrismo había una tierna y tímida Julia, que solo aparecía cuando el.aburrimiento rondaba. Y eso me daba ganas de hablar con ella.

Mi madre, un poco ebria, nos vio.

—Vayan a jugar por ahí. —dijo para seguir bailando. Julia me miró. La miré. Sus ojos me dijeron "Vamos, hazle caso a tu madre". Y fuimos caminando.

Saqué el teléfono. Eran las once de la noche y el club parecía estar desierto. No había gente y estaba iluminado con escasos faros que colgaban de algunas cabañas.

—Guarda el teléfono —dijo Julia, incómoda, como intentando iniciar una conversación. —, estamos en un club a donde no llega la señal y no hay Wi-Fi.

—Ajá, lo acabo de notar— respondí intentando sonar despreocupado y suelto.

—Bueno...

—Bueno...

Detrás de las gafasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora