Rutledge

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Das una vuelta más sobre la cama, haciendo que la mitad de los muelles chirríen estridentemente bajo tu espalda. Aunque eso ya te da igual.

Con la almohada sobre la cabeza, te giras de un lado a otro inconscientemente. Já. Como si eso fuese a acallar los gritos de alguna hija de puta (o algún tío con una voz de soprano muy gay) que retumban por los pasillos.

En plena noche.

Y tú no quieres dormir. Tú nunca duermes por las noches, joder. Pero es la repetición de ese maldito grito, una, y otra, y otra vez, lo que te irrita como el demonio.

"¡CÁLLATE DE UNA PUTA VEZ!" Gritas con los ojos inyectados en sangre.

Dudas por un momento de que tu voz tenga tanta potencia como para salir más allá de las cuatro paredes de tu habitación.

Pero de pronto, reina el silencio.

"Por fin..." Suspiras en un aliviado resoplido.

Saltas de la cama, notando en el acto el frío suelo a través de tus pies. Sin pensártelo, arrancas el colchón de su sitio y lo tiras sobre el suelo, colocándolo pegado a las patas de tu oxidada cama.

Y te tumbas sin más.

La luz de la luna (o tal vez sea de alguna farola) se cuela entre las rejas de tu estrecha ventana, mientras el polvo que baila en su haz de luz te entretiene un rato. 

Te imaginas qué estará pasando más allá de las gruesas paredes; de ese edificio embadurnado en blanco en el que ya has pasado tres bonitos años de tu vida. En cómo habrá cambiado la ciudad, cómo habrá avanzado el mundo sin tu miserable existencia.

Cuan horrible y desagradable se habrá vuelto la gente ahora que tú no estás.

Esbozas una amplia sonrisa pensando en los buenos tiempos.

Ah, las viejas noches de verano...

***

U

na serie de golpes metálicos te martillean en la cabeza.

"¡Arriba, holgazán!" Proclama una grave voz desde el otro lado de tu puerta.

Y tú te cagas en él y todos sus parientes habidos y por haber (y eso que no tienes ni idea de quién demonios la está aporreando) Pero es que odias que te despierten así.

Odias despertarte. Punto.

Curioso cuando en realidad nunca duermes, ¿verdad?

Encima te pega un jodido rayo de sol en mitad de la jeta, así que empezamos el día de forma cojonuda.

Te rascas el pelo mientras sueltas un amplio bostezo. Tendrías que vestirte para el desayuno, pero la cosa es que tú nunca te pones el pijama reglamentario.

Allá andará, cogiendo polvo debajo de la cama. 

Esperas a que vengan los dos celadores-gorilas de turno para que te acompañen hasta el comedor a coger tu desayuno deshidratado. Es lo bueno de ser un psicópata: te ponen guardaespaldas hasta para ir a mear.

Te levantas y los saludas con una afilada sonrisa, a la que responden encogiendo la nariz, como si fuesen a vomitarte encima. Pero a ti te da igual. Ya estás más que acostumbrado. Es más, te dolería si alguien no lo hiciese cada vez que te ven. 

Metes las manos en los bolsillos de tu sudadera y sales por la puerta, seguido de esos dos. 

Y mientras avanzas por el pasillo sonriendo de oreja a oreja como un puñetero maniático a todo lo que se mueve, mientras todos los allí presentes giran la cabeza para verte y odiarte, tú vas pensando en cómo te divertirás hoy. 

Si quieres pasar el rato en esta clase de sitios, tienes que buscártelo por tu propio pie. Tienes que buscar pequeñas distracciones  con las que acallar las voces en tu cabeza. Esa... sensación. Es la única forma de controlarla. Pequeñas dosis durante mucho tiempo, en vez de escasas y concentradas. Tienes que liberarte de algún modo... o entonces la cosa se pondrá muy fea.

Allá perdido en tus pensamientos, hay algo que de repente te saca de ellos:

Mientras cruzas el pasillo, ves algo que te hiela la cabeza. A tu lado pasa, avanzando en dirección contraria, una chica.

Pero no una puta como otra cualquiera; son sus ojos, su mirada, lo que te altera. Es como si estuviera ausente, como si dentro de ese cuerpo no hubiese nada, con el alma perdida muy lejos de la realidad.

Tiene el pelo castaño, rizado y enmarañado, cubiréndole la mitad de la cara. Los párpados caídos, la boca entreabierta, y la piel muy pálida, casi fría. Da pena verla, ausente por la cantidad de drogas que le deben de administrar hora sí y hora también, embutida en un viejo camisón de fuerza atado a la espalda.

Aunque hay que estar muy loco para que te pongan uno de esos.

Un empujón de tus dos niñeras te saca de Babilonia, a lo que respondes con el ceño fruncido y un rechinar de tus dientes.

Hoy no estás de humor para imbéciles.

Será mejor buscar la manera de pasar el resto del día durmiendo...

***

"¡Maldito cabrón!"

Y el tío hace ademanes de cogerte, pero tú eres más ágil y te plantas de un salto sobre la mesa.  

Echas a correr tirando todo lo que se pone en tu camino sobre el resto de los pacientes. Véase comida, líquidos y tenedores de punta redonda.

"¡Cogedlo! ¡Que no escape!" Grita el celador al resto de sus gorilas.

Éstos, como en el rugby, se ponen a perseguirte como locos (jaja, qué ironía), pero tú vas saltando de mesa en mesa como quien va recogiendo flores por el campo.

A uno que te logra agarrar el pie, le tiras a la cara una tetera con agua hirviendo.

Juju, mira cómo se retuerce en el suelo, el jodío.

Oh, pero ahora llega lo mejor, a ver si hoy no andan tan espabilados...

Saltas desde la última mesa hasta detrás de la barra de servicio, donde las simpáticas rubias que la atienden salen por patas nada más verte llegar.

Tú les sonríes y te plantas en segundos en su puesto.

"¡No intentéis esto en casa, niños!" Gritas.

Entonces agarras un par de tenedores de metal, los metes en el microondas, le das al "on", y te cuelas en la cocina, mientras el aparato explota ante las narices de todos los presentes.

"¡Cuidado!" Sigue gritando el otro hijo puta "¡Que no se acerque a la cocina!"

Tarde.

Tú te giras mientras el caos corre por el comedor, mientras todos los locos que hay ahí metidos se ponen a gritar como... bueno, pues como lo que son.

Y pensar que todo esto ha empezado por tocarle el culo a la pelirroja...

Ay, pobres gilipollas. Siempre tan susceptibles a las bombas caseras...

Hum, a todo esto, ¿habrá alguna olla a presión por ahí dentro?

Pero tu mirada es acaparada repentinamente por una serie de cuchillos de cocina, perfectamente brillantes, limpios y afilados, colocados de menor a mayor tamaño sobre la pared. Y se te saltan las lágrimas, nunca has visto tanta belleza junta.

Puedes incluso ver tu puñetero rostro reflejado en su superficie. Menudas ojeras tienes, macho.

"Venid con papá..." Murmuras a la vez que estiras el brazo.

Tarde.

"¡Te tengo!" Exclama una voz a tus espaldas, mientras tres tíos se abalanzan sobre ti para inmovilizarte.

Pero tú no te resistes, sino que empiezas a reírte con tanta fuerza que te duele el pecho. Te sacan a rastras de la cocina, llevándote en volandas fuera del comedor, seguramente para que pases el resto del día en tu bonita celda.

"¡Gracias Rutledge!" Vociferas a carcajadas antes de que te saquen a patadas. "¡Sois un público estupendo!"

 

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