Jesús dijo a sus discípulos: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle.»Los discípulos se miraban y algunos sonreían, porque no sabían que Jesús hablaba en sentidofigurado. «Señor, si duerme, sanará.»Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, sí... pero vayamos a él.»Evangelio de san Juan (paráfrasis)1Louis Creed, que se quedó sin padre a los tres años y no conoció a sus abuelos, no esperabaencontrar a un padre a los treinta y tanto años, pero esto fue exactamente lo que ocurrió..., aunque aaquel hombre él le llamaba amigo, como haría cualquier persona adulta que encontrara ya de mayor alhombre que hubiera debido ser su padre. Conoció al individuo la tarde en que él, su esposa y sus doshijos se mudaban a la gran casa de piedra y madera blanca de Ludlow. Con ellos iba Winston Churchill.Church era el gato de su hijita Eileen.El comité de la universidad encargado de buscar una vivienda en un radio de fácil acceso sehabía movido despacio, la búsqueda fue muy laboriosa y cuando ya se encontraba cerca del lugar en elque debía de estar la casa («Todos los hitos concuerdan... como los signos astrológicos la noche queprecedió al asesinato de César», pensaba Louis morbosamente») los viajeros estaban cansados y conlos nervios a flor de piel. Gage estaba echando los dientes y lloriqueaba casi sin parar. Por más queRachel le cantaba, el pequeño no se dormía. La madre le dio el pecho, a pesar de que no era su hora.Gage, que conocía el horario tan bien como ella —o tal vez mejor—, la mordió con sus dientecitosnuevos. Rachel, que aún no las tenía todas consigo respecto a aquel traslado a Maine desde Chicago, dedonde no se había movido en toda su vida, se echó a llorar. Eileen, al parecer por una especie desolidaridad femenina, la imitó. En la trasera de la furgoneta, Church seguía paseando incansablemente,como hiciera durante los tres días que habían invertido en el viaje desde Chicago. Si mientras estuvo enla cesta sus maullidos resultaban cargantes, no era menos molesto aquel continuo ir y venir quemantenía el animal desde el momento en que ellos se rindieron y lo dejaron suelto. Autor: Stephen King3Hasta el propio Louis se hubiera echado a llorar de buena gana. De pronto, se le ocurrió una ideadescabellada pero tentadora: propondría retroceder hasta Bangor para comer algo mientras esperaban elcamión de la mudanza y, en cuanto se apearan los tres rehenes que le habían tocado en suerte, élpisaría a fondo el acelerador y desaparecería sin mirar atrás, alimentando generosamente el enormecarburador de cuatro cilindros de la furgoneta con carísima gasolina. Se dirigiría hacia el sur y no pararíahasta llegar a Orlando, Florida, donde, bajo nombre supuesto, conseguiría un puesto de médico enDisney World. Pero antes de llegar a la autopista del sur se detendría para dejar también al jodido gato.Pero entonces doblaron el último recodo, y allí estaba la casa, que hasta aquel momento sólo élhabía visto. Una vez consiguió la plaza en la Universidad de Maine, hizo un viaje en avión, para visitarcada una de las siete viviendas seleccionadas por fotografía, y se quedó con ésta: una vieja mansiónestilo colonial de Nueva Inglaterra (debidamente remozada y aislada: el coste de la calefacción era unabuena carga, pero el consumo podía considerarse razonable), con tres grandes habitaciones en la plantabaja y cuatro en el piso y un espacioso cobertizo en el que, con el tiempo, podían hacerse máshabitaciones: todo ello, rodeado por un manto de césped, verde y jugoso incluso con el calor de agosto.Detrás de la casa había una gran explanada en la que podrían jugar los niños y, más allá, el bosque queparecía no acabar nunca. Según le dijo el corredor de fincas, la propiedad lindaba con tierras del Estado,en las que no se iba a edificar en mucho tiempo. Los restos de la tribu de los indios micmacs reclamabancasi tres mil doscientas cincuenta hectáreas en Ludlow y ciudades situadas al este de la región, y elcomplicado litigio, en el que intervenían las autoridades federales además de las del Estado, podíaprolongarse hasta más allá del año 2000.Rachel dejó de llorar bruscamente y se irguió en el asiento.—¿Es ésta...?—Esta es. —Louis estaba intranquilo; mejor dicho, estaba preocupado. Bueno, en realidad sesentía francamente angustiado. Por aquella casa había hipotecado él doce años de su vida. No acabaríade pagarla hasta que Eileen tuviera diecisiete años, una edad increíble.Louis tragó saliva.—¿Qué te parece?—Me parece preciosa —dijo Rachel. Y a él se le quitó un peso de encima. Ella era sincera; se lenotaba por su forma de mirarla mientras daban la vuelta por el camino asfaltado, y de recorrer con losojos las ciegas ventanas como si ya pensara en cortinas, forros de armarios y cosas así.—¿Papá? —dijo Ellie desde el asiento trasero. También ella había dejado de llorar. Hasta Gageestaba callado. Louis saboreaba el silencio.—¿Qué quieres, cielo? Cementerio De Animales Stephen King4Por el retrovisor, Louis veía los ojos castaños y el pelo rubio oscuro de su hija que contemplaba lacasa, el césped, el tejado de otra casa que asomaba a lo lejos, hacia la izquierda, y el prado que llegabahasta el bosque.—¿Es ésta nuestra casa?—Lo será, tesoro.—¡Hurra! —gritó ella, y casi le dejó sordo. Y Louis, que a veces se irritaba bastante con su hija,se dijo que no le importaba en absoluto no llegar a poner los pies en Disney World, Orlando.Detuvo el coche delante del cobertizo y quitó el contacto.El motor crepitó suavemente. En el silencio, que parecía inmenso para quienes venían deChicago y estaban habituados al ajetreo de State Street y del bucle, un pájaro cantaba a la luz delatardecer.—Nuestra casa —murmuró Rachel, contemplando la escena.—Casa —dijo Gage desde su regazo, con aire de satisfacción.Louis y Rachel se miraron. Los ojos de Eileen, reflejados en el retrovisor, se agrandaron.—¿Tú has...?—¿Él...?—¿Lo ha...?Hablaron los tres a la vez y los tres se echaron a reír. Gage, impasible, se chupaba el pulgar.Hacía casi un mes que decía «ma, ma, ma» y un par de veces había ensayado algo que sonaba como«pa, pa, pa», aunque quizá no fueran más que las ganas que Louis tenía de oírlo.Pero esto, ya fuera casualidad o mimetismo, era una palabra de verdad. Casa.Louis tomó a Gage del regazo de su esposa y lo abrazó.Y así fue como los Creed llegaron a Ludlow.2En la memoria de Louis, aquel momento conservó siempre una cualidad mágica: quizá, en parte,porque fue mágico de verdad; pero, principalmente, porque el resto de la tarde fue caótico. Durante lastres horas siguientes, ni la magia ni la paz hicieron acto de presencia.Louis había guardado las llaves meticulosamente (él era hombre ordenado y metódico) en unsobre de papel manila en el que había escrito: «Casa de Ludlow - llaves recibidas el 29 de junio», y laspuso en la guantera del coche. Estaba completamente seguro. Y ahora las llaves no aparecían. Autor: Stephen King5Mientras él las buscaba, con cierta impaciencia y su poco de ansiedad, Rachel se puso al niño enla cadera y siguió a Eileen hasta el árbol que había en el prado. Louis estaba mirando debajo de losasientos por tercera vez cuando su hija dio un grito y rompió a llorar.—¡Louis! —llamó Rachel—. ¡La niña se ha hecho daño!Eileen se había caído de un columpio hecho con una cámara de neumático y había dado con larodilla en una piedra. Era sólo un arañazo, pero la chiquilla chillaba como el que acaba de perder unapierna, según pensó Louis (con muy poca caridad). Miró hacia la casa del otro lado de la carretera, encuya sala se veía luz.—Bueno, Ellie —dijo—. Ya basta. O los vecinos van a pensar que se está asesinando a alguien.—¡Me dueleeee!Louis, conteniéndose en silencio, se fue al coche. Las llaves habían desaparecido, pero elbotiquín seguía en la guantera. Lo sacó y volvió junto a su familia. Eileen, al ver el estuche, gritó aún conmás fuerza.—¡No! ¡La cosa que pica, no! ¡La cosa que pica, no! ¡No, papá, no...!—Eileen, la mercromina no pica...—A ver si te portas como una chica mayor —dijo Rachel—. No es más que...—No-no-no-no-noo...—Si no te callas, será el culo lo que te pique —dijo Louis.—Está cansada, Lou —murmuró Rachel.—Sí —dijo Louis—; sé lo que es eso. Sostente la pierna.Rachel dejó a Gage en el suelo y agarró la pierna de Eileen que Louis embadurnó demercromina, a pesar de los chillidos histéricos de la pequeña.—Alguien ha salido al porche de esa casa —dijo Rachel. Tomó en brazos a Gage, que habíaempezado a gatear por la hierba.—Fantástico —murmuró Louis.—Lou, la niña está...—... cansada, ya lo sé. —Tapó el frasco y miró a su hija, muy serio—. Ya está. Y no ha dolidonada. Tienes que ser valiente, Ellie.—¡Sí que duele! Dueleee...A Louis se le iba la mano y se asió el muslo con fuerza.—¿Tienes las llaves? —preguntó Rachel. Cementerio De Animales Stephen King6—No las encuentro —dijo Louis cerrando el estuche y poniéndose en pie... Ahora yo...Gage empezó a gritar. No lloraba, sino que berreaba y se debatía en los brazos de Rachel.—¿Qué tiene el niño? —gritó Rachel, casi echándoselo encima. Al parecer, pensaba Louis, éstaera una de las ventajas de haberse casado con un médico: cada vez que el crío se pone a morir, notienes más que pasárselo a tu marido—. Louis, ¿qué...?El niño se restregaba el cuello, chillando como un energúmeno. Louis lo puso boca abajo y vioque tenía un bulto blanco debajo de la oreja. Y vio algo más: en el tirante del mono había algo peludo quese agitaba ligeramente.Eileen, que había empezado a calmarse, se puso a gritar otra vez: «¡Una abeja! ¡UNAABEEEEJA!» Dio un salto atrás y tropezó con la misma piedra que le había desollado la rodilla, cayósentada y empezó a llorar, del dolor y del susto.«Voy a volverme loco —pensó Louis con extrañeza— ¡Auuuuuu!»—¡Pero haz algo, Louis! ¿Es que no piensas hacer nada?—Tiene que sacar el aguijón —dijo a su espalda una voz grave—. Es el truco. Sacar el aguijón yecharle un poco de levadura para bajar la hinchazón. —Pero la voz tenía un acento local tan cerrado queLouis, cansado y aturdido como estaba, no acertaba a traducir el dialecto: «Saca l'aguijong y ponel'lelevaúra pabajá l'hinchazong.»Louis volvió la cabeza y vio a un hombre robusto de unos setenta años, bien llevados, con monode peto y camisa de algodón por la que asomaba un cuello surcado de profundos pliegues y arrugas.Tenía la cara tostada por el sol y fumaba un cigarrillo sin filtro. Cuando Louis le miró, el hombre aplastó elcigarrillo entre el pulgar y el índice y, pulcramente, se lo echó al bolsillo. Extendió las manos y sonrió conla boca torcida... y a Louis le gustó enseguida la sonrisa, aunque él no era hombre que se encariñara conlas personas a primera vista.—No crea que trato de enseñarle su oficio, doctor —dijo. Y así conoció Louis a Judson Crandall,el hombre que debió ser su padre.3Les vio llegar desde el otro lado de la calle, y venía a ver si podía ayudar en algo, porque lepareció que estaban «un poco agobiados», para usar su expresión. Mientras Louis mantenía al niñocontra su hombro, Crandall se acercó, miró el bulto del cuello de Gage y extendió una mano maciza ydeforme. Rachel abrió la boca para protestar —parecía una mano muy torpe y era casi tan grande comola cabeza de Gage—, pero antes de que ella pudiera articular palabra, los dedos del anciano habíanhecho un movimiento certero, con tanta agilidad y precisión como los de un malabarista que hiciera Autor: Stephen King