Llámame

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No era la primera vez. Ni la segunda. Después de días, noches interminables, llegó a un punto en que dejó de tener importancia. Sin miedo, nervios o ansias, simplemente se hundía en su propio mundo y dejaba pasar los minutos hasta que la noche llegara a su fin. No era el mejor plan, ni siquiera se le podía considerar plan, tampoco era lógico, pero sí era lo más aceptado por su sentido común. Al fin después de la primera noche, lo último que podía considerar era la lógica. Cerraba los ojos, se concentraba en dormir, trataba de descansar lo más posible y en algún punto de desesperación rezaba para tener una noche de completa paz, y al final siempre terminaba deseando que el amanecer lo rescatara.

El nunca se consideró un hombre que necesitara ser salvado, siempre capaz de resolver los obstáculos que se le presentaban y con la suficiente fuerza y determinación de conseguir todo lo que se le antojara; se consideraba fuerte, competente y maduro, no rehuía a las responsabilidades y afrontaba las consecuencias de sus actos; tomaba decisiones con la cabeza fría y trataba de involucrar lo menos posible a otras personas. No es que fuera algún tipo de ermitaño, sólo prefería demostrarse a sí mismo que era el mejor, superar desafíos y sentirse orgulloso consigo mismo. Estaba al tanto que era una especie de modelo a seguir y jamás se vanaglorió de ello, por el contrario, prefería mantenerse al margen; si era capaz de ayudar a los demás, con cierta reticencia por su poco contacto social, lo hacía; no era una persona egoísta ni arrogante, valoraba a las personas y respetaba a quienes se ganaban el derecho de respetar. Era una persona única, que brillaba con su propia fuerza y lograba que, quienes quisieran, también brillaran.

Por eso a veces, sólo a veces, en los momentos de mayor flaqueza cuando después de varias noches sin poder tener un sueño reparador y fastidiado con la situación, se preguntaba la razón del por qué sufría semejante acoso. Nunca se lo había preguntado, así como estaba seguro que jamás le daría una respuesta satisfactoria.

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—El chico, tu discípulo, ¿cómo me dijiste que se llamaba? Cierto, Roronoa Zoro, se masturba pensando en ti. ¡Eres su mayor fantasía! Que inclusive en las prácticas que tienen te imagina desnudo, empotrándolo a la pared, dentro de él, corriéndose por tu dura polla. Es casi una linda historia de amor, ¿sabes? Maestro y alumno, dos hombres que se esfuerzan tanto en forjar un espíritu recto y honorable siendo dominados por su lado más carnal... los humanos son tan idiotas, desean con tanta fuerza y disfrazan ese deseo con moralidad para tener la excusa perfecta y huir. ¿A qué le tienen miedo?

Mihawk escuchaba su voz, varonil y misteriosa, parecía salir de todas partes a la vez que la sentía dentro de su cabeza como si fuera él mismo quien decía esas palabras. Lograba ver su silueta sentado en el sillón frente a él; todo en penumbras, con la leve luz detrás de la cortina de su habitación personal. Los ojos de ese ser brillaban en la oscuridad, dos esferas plateadas, hipnóticas.

—¿Quieres hablar de moral conmigo? —respondió Mihawk evadiendo la pregunta. Esa noche se había despertado después de una terrible pesadilla; sudaba frío cuando se sentó en la cama sabiendo de antemano que se lo encontraría. Miró el reloj digital, las tres de la mañana, quiso sonreír ante la hora tan obvia, pero el sonido de algo arrastrándose por el suelo de su habitación lo puso en alerta. Se mantuvo en calma, trató de ignorar el fuerte palpitar en su pecho; no logró distinguir si las pequeñas luces relampagueantes a su alrededor eran a causa de su visitante o el aura de una migraña, deseó que fuera lo segundo. Se dijo que ya estaba acostumbrado a esas visitas nocturnas y trató de apaciguar el miedo burbujeante en su interior al notar como el sillón al otro lado de la habitación se movía solo hasta quedar frente a la cama. Mantuvo la respiración calmada al ver como poco a poco lograba distinguir las formas de una persona adulta, un hombre por su complexión, sentado y mirándolo con dos brillantes esferas de color plata. El ser empezó a hablar, voz suave capaz de enchinarle la piel, siempre directo, muchas veces con lenguaje soez; en ocasiones le hablaba de su hija Perona o sus compañeros de trabajo, de amistades o parejas que llegó a tener, de sus propios deseos o simples trivialidades, esa noche escogió a su mejor discípulo. No quería pensar en que todo lo que le decía era verdad, pero la misma criatura se lo había dicho muchas veces: no tenía razón para mentir.

LawWhere stories live. Discover now