3. Tormenta

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El príncipe contemplaba aquella extraña selva de troncos giratorios y bestias que rugían con el poder del viento.

Poco a poco el bosque de arena se hacía más tupido, el polvo se levantaba con fuerza y giraba en torno a él, dificultando su vista y su respiración. El muchacho se cubrió el rostro con el brazo derecho, poniéndolo sobre su frente y cubrió también su nariz y su boca subiéndose el cuello de la camisa hasta los ojos con la otra mano, mientras trataba de abrirse paso a través de la tormenta de polvo que se le venía encima.

Casi imperceptiblemente aquellos extraños fenómenos se acercaban a él, rodeándole, dejándole sin escapatoria. Alexander giró sobre sí mismo, consciente de este hecho, observando con detenimiento el comportamiento de los remolinos de arena y su lento avance.

Examinaba concretamente a dos de ellos, no eran de los más grandes, ni tampoco de los más violentos «No es que ninguno de ellos sea muy temible...» decía el príncipe para sí, casi decepcionado, con una mirada de reproche pero manteniéndose alerta.

-Ni peligroso.-seguía el hilo de sus pensamientos en voz alta.-esta mierda no hace ni cosquillas.-juzgaba desilusionado, preguntándose si aquello era todo lo que el desierto podía ofrecerle. Después de haber pasado lo que le parecieron días a su merced, ahora se sentía insultado, buscando un reto mucho mayor.- ¿Para esto me han traído aquí?

Como si el mismo desierto hubiera escuchado sus deseos, de pronto, aquellos dos remolinos en los que el príncipe fijaba su vista, llegaron casi a tocarse. No giraban con demasiada velocidad, ni levantaban la arena del suelo con mucha fuerza pero Alexander intuyó que un choque entre ellos no sería un acontecimiento a celebrar precisamente.

Podía percibir desde donde se encontraba que giraban demasiado cerca el uno del otro y el joven dedujo que era un buen momento para alejarse de aquel lugar, pero cuando se dio la vuelta, se encontró con una muralla de los mismos fenómenos de los que trataba de huir.

Con el pulso ligeramente acelerado Alexander volvió la vista hacia todas partes, buscando un mero resquicio lo suficientemente espacioso entre alguno de aquellos remolinos como para poder pasar corriendo sin sufrir percances, pero como no dio con él y el tiempo se le echaba encima, ya que cada vez se acercaban más a él, optó simplemente por correr y pasar entre dos de ellos; de todas formas seguían sin parecerle lo suficientemente potentes como para causarle algún daño.

Y así, decidido como estaba, se retiró el brazo de la frente, entrecerró los ojos intentando evitar que le entrase polvo en ellos y asiendo aún la camisa sobre su nariz, se dispuso a correr tan rápido como pudo entre los remolinos de arena que más débiles le parecieron.

Cuando apenas le quedaba medio metro para llegar hasta ellos y ya se disponía a cerrar los ojos, éstos se le abrieron de par en par al contemplar cómo los remolinos que tenía justo delante chocaban entre ellos, fusionándose, creando un remolino mucho mayor, que giraba con más violencia y se cernía sobre él a mucha más velocidad.

Sorprendido, Alexander dejó caer su brazo izquierdo, descubriendo su rostro pasmado de asombro con la boca y las aletas de la nariz abiertas y las cejas contraídas, estupefacto, confuso.

Mientras el príncipe observaba lo que tenía delante, dando inseguros pasos hacia atrás y cayendo al suelo, el mismo fenómeno se repetía a su alrededor, una y otra vez, haciendo que el cerco que le rodeaba se volviera más pequeño y que las imperfectas vallas que lo retenían se convirtieran ahora en imponentes muros impenetrables, constituidos por gruesos y altos remolinos de arena que giraban ya a una velocidad vertiginosa y lanzaban a su alrededor pequeñas esquirlas y granos de arena, tornados ahora en diminutos proyectiles que volaban dispersos por toda la atmósfera cargada de polvo y aire caliente en movimiento.

El Mundo Que Nunca Fue: CaminanteWhere stories live. Discover now