Existe una época del año en la que las calles se tiñen de rosa, un rosa suave y delicado pintando el viejo asfalto gris. Setiembre es el mes elegido por el tajy para dejarnos maravillados con sus flores suaves que parecían no tener fin. Eran incontables las veces en que casi me caigo de boca por estar observando esos árboles en su máximo esplendor, ignorando por completo mi frondoso camino lleno de rocas y tierra blanda.
Esa fila de tajys que formaban un túnel en mi camino a casa era lo más maravilloso que mis ojos podían ver en este lugar. Me trasladaban a otro mundo, a un mundo mejor donde solo tenía tiempo para sonreír mirando al cielo. Definitivamente, setiembre era mi época favorita del año.
No solo yo pasaba por aquel camino de fantasía, otros alumnos del colegio también lo hacían. Pero ninguno de ellos solía prestar demasiada atención al regalo visual que estaba a su alrededor. Ellos eran un montón de seres grises junto a las flores rosadas que caían ante la suave brisa que nos dejaba el invierno como despedida. Y un extraño sentimiento helado, que nada tenía que ver con la estación anterior, se instalaba en mi pecho al ver que una persona también se mostraba gris como los demás.
Supongo que fue en setiembre, tal vez hacia el final del mes, que esa pequeña llama que ardía en mi pecho se apagó por completo. Porque ese fue el mes en que pude notar la realidad, en el que la venda de felicidad cayó y permitió que pudiera verlo con otros ojos. Pues en enero, el sol era tan fuerte que debía tomar unos lentes oscuros y lo veía a través de ellos, distorsionado. Y en julio, cuando el tiempo se tornaba húmedo, yo tomaba el paraguas y lo veía a través de la lluvia, distorsionado. Distorsionado en una realidad que satisfacía lo que yo esperaba.
No una verdadera.
La decepción se instaló en mi pecho en setiembre, haciéndome soltar un último suspiro en honor ese primer amor que callé durante tanto tiempo. Un largo suspiro, de esos que te dejan los pulmones sin aire. No era capaz de descifrar si había hecho bien al tragarme los sentimientos, y luego dejarlos deshacerse sin siquiera haberlos dicho en algún momento. Pero no tenía sentido gritarlos entonces, cuando ya habían muerto.
En noviembre mi camino se había tornado gris, pues mi joven e inexperta alma aún cargaba con ese bloque de hielo en el pecho. Era aún peor al estar consciente que era el último mes en que lo vería, que ya no podría esperar hasta febrero del otro año para verlo. Porque era el último año de colegio, y luego de esto cada quien iba por su lado. Caminando entre los árboles que poco a poco perdían el color, al igual que yo, seguía intentado recomponerme de mi primera desilusión.
Fue por marzo que tuve que armarme de valentía para tomar un nuevo camino. Ahora ya no pasaría por la tierra enfundada en flores del tunel de tajys, ahora me tocaba caminar por el asfalto gris y viejo, al otro lado de aquel camino de fantasía. Más personas caminaban a mi lado, y aunque eran ruidosas y rápidas, no eran rostros conocidos.
Y lo admito, estaba aterrada.
En julio, creo que por la mitad del mes, el asfalto era de color negro, porque el agua de lluvia lo oscurecía al caer sobre él. Llevaba mi paraguas transparente en la mano, intentando no mojar mi mochila al menos, pues ya tenía la mitad de mi cuerpo empapado. Luchaba contra el viento gélido y alocado que intentaba empujarme para atrás cuando mi paraguas cedió.
No fui capaz de ver para dónde salió volando, solo sé que abracé mi mochila llena de cuadernos contra mi pecho y comencé a correr despavorida. El frío ya no solo estaba instalado en mi pecho, sino también en todo mi cuerpo. Estaba tiritando, pero solo me quedaba una cuadra más para llegar a la parada de colectivos. Si tenía suerte, estaría lo suficientemente vacía para poder colocarme bajo el pequeño techito.
Tal vez tuve demasiada suerte, o tal vez solo era la única idiota que se decidía por salir de casa con amenazas de tormentas eléctricas. La parada estaba vacía, y los asientos estaban mojados pero no importaba, mi trasero ya lo estaba de todas formas.
Lo único que era capaz de ver a través de las furiosas gotas que caían sin descanso eran las luces de los automóviles. Me aferraba a mi mochila en busca de cierto calor, pero estaba helada. Todo mi cuerpo temblaba, y mis dientes castañeaban. Ya podía escuchar el regaño que me darían en casa por llegar empapada, y lo más probable es que me enferme.
El agua se acumulaba en la avenida, engañando sobre la profundidad de los baches a algunos conductores. Me quedé observando curiosa a un auto que tenía una rueda atrapada, y al dueño que se quejaba con el celular pegado a la oreja dentro de este, mientras maldecía a cada uno de los diputados y senadores.
Un jadeo a mi lado hizo que girara al fin la cabeza. Me encontré con un joven en las mismas condiciones que yo, empapado hasta lo último. Gotas de lluvia caían de su flequillo sin parar, y sus zapatos rechinaban mientras se acercaba para tomar asiento. Intenté no ser muy obvia con mi escaneo, tal vez lo vi antes, pero entonces no estaba empapado.
—Hola —dijo, causando que me avergonzara por ser tan curiosa.
Fijé la vista en mis palmas de inmediato, sintiendo al fin algo de calor en mi cuerpo. Eran mis mejillas tornándose rojas.
—Hola —correspondí con torpeza—. Hay... mucha lluvia, eh.
No deberían permitirme hablar tanto cuando estoy nerviosa. No hago más que avergonzarme.
Pero cuando él se rió, no me sentí tan mal. Porque no sonó malicioso.
—Creo que te he visto antes, en los pasillos de la universidad.
Fue en julio, como a mitad de mes, cuando el iceberg en mi pecho se dignó a descongelarse. Y como la última vez me había quedado sin aire en aquel suspiro lleno de decepción, entonces tomé un respiro para volver a llenarlos.
En agosto, todos los periódicos rezaban el mismo titular en primera plana: "Se adelantó la llegada de los tajys". Todo se debía al desequilibrio ambiental. Y yo no podía dejar de preguntarme, ¿cómo algo tan terrible podía darnos una escena tan hermosa?
El asfalto se tiñó de rosado, y cuando una de las flores cayó sobre mí, volvió a encender los colores en mi interior. Aún cuando el invierno se mostraba reacio a dejarse ir, golpeándonos con un fuerte viento gélido, yo me sentía cálida. Estaba liviana, feliz, vibrante.
Creo que fue en setiembre, tal vez a finales del mes, cuando encontré otro camino de fantasía lleno de tajys. No era tierra blanda llena de rocas, era asfalto gris con una alfombra de flores rosadas, incluso un viejo automóvil abandonado que estaba camuflado con ellas. Era diferente, pero me gustaba, era igualmente hermoso.
Lo vi acercarse a mí, con una tímida sonrisa, mientras una fresca brisa de primavera hacía revolotear las flores. Y al verlo él no era gris, no estaba apagado.
Era rosado, rojo, verde, un sinfín de colores que agitaban mi corazón sin ningún tipo de inhibiciones. Por lo que me dije a mí misma entonces que no podía permitime volver a callarme; esto era demasiado grande para volver a ocultarlo.
🌸🌸🌸
Tajy: Lapacho.
Potãngy: Rosado.
Si tengo un idioma y un escenario tan hermosos, ¿por qué no inspirarme en ellos?
Rohayhu, Paraguay.
Intentaré adentrarme en ti, intentaré mostrarle al mundo que eres hermoso, que estás lleno de maravillas. Porque, como paraguaya, debo ser la primera en hacerlo.
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Potãngy. [2018]
Historia CortaFue en setiembre, cuando las flores del tajy hicieron una alfombra rosa sobre el asfalto.