Capítulo 1: Lucía
«Te has ido...
De un momento a otro has desaparecido por completo.
Ya no queda nada de tu esencia... de tu tacto... de tu olor... Solo recuerdos que no son nada más que un puñal ardiendo y desgarrando mi corazón ya herido.
Sin dejar nada más que una estela de tristeza para los que estamos aquí, obligados a vivir con esta desgracia, sin saber si podremos recuperarnos después de tu pérdida...».
Esos pensamientos quemaban a Lucía de tal manera que solo pudo estallar en lágrimas por enésima vez en ese día, hundiendo la cara en la almohada con la intención de que su llanto quedara eclipsado. Casi no podía respirar por la fuerza del mismo, desesperado, atascado en su garganta. Sus ojos se encontraban hinchados e irritados como consecuencia de no poder dejar de llorar ni un momento. Con un gran sentimiento de vacío en su corazón, sabiendo que nunca la va abandonar.
La tristeza que soporta es una carga demasiado pesada para ni siquiera poder respirar y la desesperación de su ausencia quema su interior.
Por mucho que sus emociones y pensamientos se hayan convertido en un torbellino oscuro que parece no tener fin, sí que tiene una cosa clara: no puede seguir sin él, no puede. Es una pérdida demasiado grande para soportarla.
No quiere pensar, necesita que su mente deje de atormentarla, pero es inútil, sus recuerdos afloran en secuencias sin fin de esos momentos que vivió junto a su lado y esas palabras de amor eterno que todavía resuenan con dolor dentro de ella «Estaremos juntos para siempre». Una hermosa pero incumplida promesa que la desgarra por completo.
En medio de su desesperación no puede evitar preguntarse lo mismo una y otra vez, para después solo obtener como respuesta un oscuro silencio que ya no puede soportar más.
«Mi marido está muerto... ¿Por qué?»
Ese es el último pensamiento que tiene antes de que la desesperación vuelva a nublar su mente.
―¡Vamos, levántate!
Lucía escuchó la voz enérgica de su madre por todo su dormitorio antes de que las cortinas se abrieran abruptamente, dejando pasar sin control los fuertes y molestos rayos de sol inundando la habitación en un momento.
Ella solo respondió con un gruñido de desacuerdo para, acto seguido, envolverse más con las mantas y volver a una oscuridad preferible.
―Cielo ―dijo ahora con una voz menos estridente―. Llevas muchos días metida aquí dentro con las cortinas cerradas. ¿No crees que podrías levantarte aunque solo sea para desayunar?
Mariela miró a su hija con una luz de preocupación palpable en su rostro. Su querida y única hija está pasando por la etapa más dura de su vida, una que a veces teme que nunca llegue a superar. Como toda madre en esta situación, daría lo que fuera para que todo el dolor y sufrimiento centrado en su hija fuera pasado a ella, cumpliría con gusto con un trato de este calibre, sufrir para siempre a cambió de que su hija volviera a sonreír. Pagaría el precio que fuera para que su pequeña dejara de sufrir.
Al mirar su rostro, tan ausente de luz y felicidad, solo tiene ganas de echarse a llorar... Pero tiene que ser fuerte, tiene que serlo por ella. Que vea que en su madre tiene a alguien con quién puede apoyarse, un hombro donde desahogar.
Se sentó al borde de la cama donde Lucía se encontraba más próxima a ella, acariciando la pierna de su hija por encima de la gruesa manta azul oscuro llena de copos de nieve de gran tamaño que, a lo lejos, parecen timones de barco.