Hoy meditaba acerca de lo ridículo que es reencontrarse con alguien que antes era parte de tu vida y no reconocerlo. Ser consciente de que son los mismos ojos que te miraban hacia un tiempo pero que ahora se ven distintos, algo cambió.
Antes sabías precisamente todo sobre esa persona. Tu vida y la suya se mezclaban, generando una reciprocidad de conocimiento que se sentía bien. "Nos conocemos" pensabas ¿Y ahora? ¿Qué sabés? A lo sumo su nombre, su edad, conoces alguno de sus familiares y personas que la rodeaban pero sin ninguna precisión ¿Tenés alguna certeza de que continúan a su lado? Realmente no.
Se reencuentran, se hacen preguntas banales para cubrir la incomodidad que solo dos personas que dejaron de conocerse pueden sentir. La vida genera tantos encuentros y desencuentros que cuando queremos mirar hacia atrás, nos encontramos con un cementerio de desconocidos. A veces duele, solo un poco. Duele sentir algo que parecía tan tuyo, tan ajeno.
Y somos tan pero tan posesivos que incluso alejándonos de algunas personas, quisiéramos retener esa pequeña magia: la forma en que nos sentíamos gracias a ellas. ¿Cómo no querer guardar la sensación de confianza de una amistad de años? ¿Cómo no tener el deseo de conservar para siempre la protección que un amor nos generaba? ¿Cómo no necesitar quedarse con una porción de ese cálido abrazo por parte de alguien que conocía todo nuestro desastre y, aún así, nos aceptaba?
No queremos ser dueños de personas, ni de recuerdos, simplemente de sensaciones.
