Las calles del zoco de Urquistán siempre estaban abarrotadas. Los gritos de los mercaderes, los vistosos colores y formas de sus mil artilugios, junto con los olores de las más exóticas especias que llevaban, luchaban por captar la atención de los viandantes. La feroz Guerra Rúnica que amenazaba con estallar parecía demasiado lejana, ajena a las vidas de los habitantes de la ciudad. Tan vivos como un recuerdo, pensó Zilean. Muchas veces dudaba si lo que veía eran fragmentos proyectados de su memoria sobre las ruinas de su hogar o su conciencia atrapada en el cruel tapiz del tiempo.
El tiempo. Cuando comenzó a estudiarlo, lleno de ilusión y fascinación, nunca creyó que pudiera transformarse en un castigo tan cruel. Cuando su corazón latía frenético simplemente al atrapar a sus compañeros en un hilo de tiempo, acelerándolos. Que carcajadas soltaba con el resto de aprendices cuando conseguía que el mentor hablase lento, sin percatarse de cómo los estudiantes cambiaban de pupitre cada vez que parpadeaba. Zilean sonrió al rememorarlos mientras salía de la calle que desembocaba en la plaza principal. Allí, en su esquina de siempre, estaba el vendedor que ofrecía cofres y armarios de madera "de la mismísima jungla Kumungu" que le compraba a un carpintero de las afueras de la muralla saludó al mago.
-Buenas jovenzuelo. – Aún conservaba los dientes que perdería en una pelea con un comprador insatisfecho, así que debía estar reviviendo sus años previos a la mayoría de edad.- ¿No estarás interesado en este ligero pero robusto taburete acolchado? Podrías regalárselo a tu madre, quien tanto te ha dado, para que tenga un lugar cómodo donde sentarse esta tarde en la función teatral "El lobo y la cordera", en vez de estar de pie, cargando el peso de la edad y de su enorme corazón. Zilean sonrió. Siempre respondía lo mismo; una respuesta ingeniosa debería poder repetirse cuantas veces uno quisiera.
-Quizás ese taburete estaría mejor en-
Ruinas.
No había nada más que ruinas bañadas por la luz de las estrellas. Ni siquiera la luna parecía querer ver en que se había convertido su amada ciudad. Lo único que se quedaba en Urquistán era desolación, casquetes de edificios derribados por la guerra y el paso de los años, y él mismo, un viejo que divagaba buscando respuestas.
Un atisbo de esperanza.
Un aullido estremecedor llegó a sus orejas traído por el viento. El anciano miró hacia la Torre del Reloj, el único edificio dejado estratégicamente intacto y hogar de Zilean desde que transformó su obsesión con el tiempo en su objeto de estudio. No era la primera vez (ni sería la última, bien lo sabía) que un animal del desierto se acercaba a buscar refugio entre los muros derrumbados, o para acechar a aquellos que intentaban ocultarse entre los escombros. Si era rápido, atravesaría el portalón de la torre sin ni siquiera encontrarse a la bestia. En caso de que el encuentro fuera inevitable, o simplemente le diese pereza tomar un desvío, tras ser atacado haría que su cuerpo se recuperase de las heridas retrocediendo unos minutos. Como si nunca hubiese pasado.
Zilean comenzó a andar. Tampoco había que demorarse, tenía que continuar buscando la solución de cómo evitar que la ciudad se convirtiera en el fantasma que era. Tras pasar cerca de una bella fuente rota, escuchó el murmullo de una nana. Arrugó el entrecejo, molesto y pensativo. Otra solución que debía encontrar era cómo escapar de la cronodisplasia que lo atormentaba, y que hacía que incluso un melodioso cántico como ese resultase escalofriantemente fantasmagórico.
Y de repente, lo vio. Un enorme lobo al final de la calle. Cojeaba, como si sus cuartos traseros ya fuesen demasiado viejos como para sostener su peso. Según se fue acercando, comenzó a ver las abundantes cicatrices que había en su espalda. Le faltaba media oreja, y aunque al estar de lado no lo podía asegurar, parecía que carecía también de un ojo. Un depredador que había luchado y que había llegado a la vejez, con el orgullo de un cazador que había superado mil batallas contra otros de su especie, o probablemente contra criaturas de mayor tamaño. Zilean no cambió su dirección. El lobo parecía mirar algo fijamente. No mostraba una actitud agresiva, si no que tenía alzada la cabeza. "Quizás pudiera revertir en tiempo en él" pensó "Parece listo, que está analizando curiosamente algo. Puede que si lo entreno desde cachorro tenga un fiel compañero". Mientras se acercaba, empezó a recitar el conjuro y a hacer los gestos que le ayudaban a canalizarlo. Ya estaba casi a su altura, y el hechizo a nada de ser finalizado.
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La muerte llegará con el tiempo. Una historia de Zilean y Kindred.
General FictionÉsta es una historia no oficial. Tener esperanza muchas veces es simplemente continuar avanzado. Que pasen los días, las horas, los minutos. A veces, tener esperanza es torturarse cada segundo pensando en los errores cometidos, en los fallos, en lo...