Trabajo en una aburrida oficina día y noche. Es desesperante estar tantas horas metido frente a una computadora, sin siquiera recibir un llamado, esperando a que llegue el momento de irme y hacer algo. Hacer eso que me gusta. ¿Mi nombre? No creo que les interese.
Era un viernes. 10 de enero, si mal no recuerdo. Salí de la oficina y me dirigí a una especie de cubículo para marcar tarjeta e irme. El día había sido muy agotador, pero no dejaría que eso me impidiera hacer todo lo que había planeado. Entré al auto y abrí fuego por la ciudad con mi auto. A toda velocidad por una carretera sin fin. Las calles estaban vacías, y era previsible, viendo la hora a la que salía de mi trabajo.
Llegué al fin, luego de una abrupta frenada cerca de la puerta. Sin embargo, el ruido que hice fue apenas audible.
Esos autos nuevos son geniales. Fáciles de conducir, seguros, confiables, automáticos... Pero eso no significa que todo lo que allí entra, termine en un lugar seguro.
Al llegar a la puerta, tomé las llaves. Probé una, dos, cuatro, ocho diferentes llaves. En la oscuridad de la noche, era imposible buscar con exactitud.
Debo decir que no recuerdo cómo lo hice, pero lo logré. Mi memoria no es la mejor. Quizá es porque, al momento de escribir esto, estoy pasando por una y mil ideas de lo que fue aquella fatídica noche. Quizá solo soy así. Ya no lo recuerdo.
Da igual. De todas maneras, entré. Estaba todo oscuro. Mi cansancio era tal que no me animé a prender la luz. Quizá eso hubiese sido mejor, ahora que tengo en mente lo que sucedió.
Sentí pasos. Como si dudaran de mi presencia en ese salón lleno de artefactos electrónicos. A lo lejos, una silueta. No bailaba. Solamente atinaba a mirar aferrado al marco de una puerta.
Perdí la idea de cómo la logré distinguir. Era raro. Raro que haya distinguido esa silueta en plena oscuridad.
No me escondí. No sentí miedo. Mi cabeza pasó por mil recuerdos. Me acerqué. La silueta retrocedía a mis pasos.. Uno. Dos. Tres pasos. Abrió la puerta de una habitación y allí desapareció.
Podía sentir su respiración, algo agitada. No comprendía la situación, pese a mis diferentes pensamientos y decisiones. Sentí un ruido metálico. Era como si un cuchillo rozara con alguna superficie aleatoria.
Y se hizo la luz. Un joven. 16 o 17 años tenía, o al menos los aparentaba. Sostenía una cuchilla, cuyo filo me apuntaba. Abrí mi maleta. Jamás la suelto. De allí, para su sorpresa, para la mía, saqué un revólver. Siempre he estado armado, por si algo sucedía. Pero jamás se me pasó por la cabeza utilizarla... Quizá hasta ese momento.
El chico soltó el cuchillo y esbozó una sonrisa. Una sonrisa malévola. Dolía en lo ás profundo. No quería que estuviera contento. Presentía que no iba a haber nada bueno de ello. “Hazlo”, dijo. No pdía. No tenía la valentía.
Era una extraña sensación. “Vas a cumplir mi deseo. Vas a ser el primero en hacerlo... y el único”. No lo entendía. La escena se entreveraba. Daba vueltas para aquí y para allá, como si estuviese en un barco durante una incesante tormenta. La sonrisa apareció aún más ancha. Grande, gigante, titánica. No sabía qué hacer. Reír, llorar... Todo era tan confuso. Tomé el revólver, apunté y...
Por suerte, todo pasó. Pero las consecuencias aún me persiguen. Hoy escribo esto desde las profundidades del averno. Me arrepiento. Me arrepiento más que nadie. No debía ser así. No debí haber terminado con mi vida. No de esa manera. Espero el día en que, por mis propios medios, pueda salir de este paraíso de demonios y vengadores, para poder volver a hacer lo que tanto quería: matar gente a sangre fría. Solo espero que cuando eso ocurra, ningún asesino vuelva a destruir así mis neuronas. Mi memoria. Mi propia cabeza. Todo por culpa de un suicida y un gatillo del que tuve la valentía y la desdicha de jalar contra mí mismo.