El hombre estaba de pie, su gabardina gris, del mismo color que su pelo, lo fundía con el ambiente sombrío que solo puede tener un cementerio en un día lluvioso.
El ramo de flores reposaba ahora sobre la tumba, apenas un atisbo de color en el tétrico paraje donde las almas olvidadas podían observar como todo tipo de personas, cuando iban a aquel lugar, ya estaban en parte muertas. Personas que cuando dejasen de pensar en la pérdida, ya no volverían hasta el día de su propio entierro.
Yo estaba a unos veinte metros de aquel misterioso hombre sobre el que caían las gotas de lluvia sin cesar. No llevaba paraguas ni sombrero. Parecía darle igual que lloviese a cántaros por toda la ciudad.
De pronto se dio la vuelta y me miró fijamente. Sentí como si estuviese viendo mi alma. Pareció darse cuenta de mi inquietud y sonrió levemente, pero su sonrisa denotaba tristeza y nostalgia.
Empezó a andar en mi dirección y al llegar a mi lado se paró.
-Hace un día espantoso hoy. No hay casi nadie por aquí-dijo con cierta tristeza-.Creen que todas estas almas se han ido y los dejan sin avisar. Solo unos pocos se atreven a velar como es debido a sus conocidos. ¿Por quién está usted aquí, si no es mucha intromisión?
Su mirada me aterraba y no me sentía capaz de eludir su pregunta.
-Mi...Mi padre-conseguí balbucear-.Murió hace ocho años.
El extraño cerró los ojos un instante y yo agradecí ese pequeño respiro. Cuando volvió a abrirlos me miró con seriedad.
-Lo siento mucho-dijo.
-Gracias, pero pasó hace mucho tiempo.
-No lo digo por él -dijo señalando la tumba de mi padre-, sino por usted, Diego- me volví bruscamente y lo busqué con la mirada pero ya no estaba allí. ¿Cómo sabía mi nombre? Me giré en todas direcciones pero el hombre había desaparecido, de modo que me quedé solo en el cementerio y empapado de lluvia, ya que el paraguas se me había caído al suelo al sobresaltarme. Sentía curiosidad, quizá era un antiguo amigo de mi padre al que ya no recordaba, así que decidí acercarme a la tumba en la que él había dejado sus flores. Me parecía morboso, incluso reprochable, pero aquel hombre me conocía y... ¿había desaparecido sin más?
Llegué a aquella tumba pero el nombre de la lápida estaba cubierto por una gruesa capa de polvo, de modo que me agaché para limpiarla un poco. De pronto la tierra de mi lado cayó, dejando un hueco rectangular a mi izquierda.
Retrocedí dos pasos y miré a todos lados pero en el cementerio seguía estando yo solo. Entonces leí el nombre de la lápida:
Diego Mendoza
(1983-2013)
-Lo siento de verdad Diego. Pero tuviste oportundades para cambiar. -dijo de nuevo aquel hombre a mi lado mientras posaba una mano sobre mi hombro.
Una imagen vino a mi mente de pronto, una imagen en la que yo yacía en el suelo, con el pelo revuelto, con la mirada perdida y tres orificios de bala en el pecho, mojado por la lluvia del día en que el atraco salió mal y la policía nos detuvo, si no hubiera sacado la pistola de mi bolsillo... Cerré los ojos con fuerza y la imagen desapareció, pero no el recuerdo que aquella lápida había activado.
Lo miré a los ojos y entonces comprendí quién era el extraño, supe que iba a pagar por todo aquello que había hecho mal, que Él me lo iba a hacer pagar. Y volví a mirar a aquellos fríos ojos grises que me aterraban, antes de perder la consciencia o la consistencia para siempre...