Capítulo dos: El ángel vengador

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Los periodos de abstinencia sacaban lo peor de sí. 

Su día empezaba con una imprescindible paja en la ducha, para deshacerse del recordatorio de lo que su cuerpo opinaba sobre ese celibato forzado. Mas tarde, en la secundaria, simulaba traer anteojeras, obligándose a ignorar a todos los chicos follables a su alrededor. Tenía práctica en eso, llevaba tres años fingiendo no notar la forma apetecible en que se marcaban los abdominales de Geo cuando tocaba el bajo.

Tom tenía motivos de sobra para convertirse en un anciano amargado encerrado en el cuerpo de un adolescente. Cada vez que Bill pasaba de él en los pasillos, cada vez que su madre le hacía la Señal de la Cruz en la frente o le besaba la mejilla salmodiando con orgullo "Mi niño santo, mi niño bendito, instrumento de Mi Señor", cerraba los ojos y se repetía mentalmente que no podía rendirse, que debía aguantar. 

En su condición, ira y calentura eran una mala mezcla. Si ya se sentía una suerte de "Ángel Vengador Homofóbico" cada vez que se tiraba a un chico en un cuarto oscuro, no quería imaginar lo que pasaría con su cordura si aceptaba con resignación los designios de Dios y se dedicaba a convertir impunemente a todo twink sexy que se cruzara en su camino.

La de esa noche no era una recaída cualquiera. Acababa de romper el récord de siete semanas sin conversiones, el mayor periodo de abstinencia desde que la maldición recayó sobre él. A su vez, era la misma cantidad de tiempo invertida tras los huesos—y todo lo demás— de Bill.

Debido a su debilidad de carácter, un encantador miembro del Britney Army al llegar a casa arrancaría de la pared todos los pósters de su amada diva, o tal vez los conservaría... para pajearse mirándolos. 

Podría culpar a la media botella de vodka que bebió en el club, pero tenía la mala costumbre de ser honesto, al menos consigo mismo. Su necesidad de contacto físico, de intimidad, aunque fuera la ilusoria que proveía un polvo casual con un desconocido, pudo mas que su resolución.

Como siempre, caer en tentación y saciar la calentura acumulada lo dejaron con el espíritu hecho mierda. 

En ocasiones como esa, la idea de acabar con su vida lo rondaba como la única luz al final del callejón sin salida en que estaba metido. Pero, ahora que había comprobado la existencia de Dios, adelantar su llegada al infierno no le hacía mucha ilusión.

Y hablando de callejones, algo en uno de los bultos apoyados en el callejón trasero del club se le hizo muy familiar.

Retrocedió sobre sus pasos y se asomó con precaución, habiendo dejado en claro que, aunque maldito, deseaba conservar su vida por un tiempo mas.

Estaba sentado en el suelo sucio, con la espalda apoyada contra la pared de ladrillos y los brazos alrededor de sus rodillas. En esa posición no podía verle el rostro, pero sus rastas y su perfume eran inconfundibles, aún en ese entorno y con la escasa iluminación que provenía de la calle.

Mil preguntas se le vinieron encima, pero realmente no importaban las circunstancias que habían llevado a su crush a ese lugar, a esa hora, y sin calzado.

—¿Estás bien? —preguntó, poniéndose en cuclillas y tratando de no pensar en las trágicas imágenes que pululaban por su mente.

La cabeza se movió agitando las frondosas rastas. —No hay duda de que tengo pésimo criterio para escoger a los chicos—dijo, con ironía, sin alzar el rostro.

La culpa le estrujó las entrañas. Si Bill tan sólo supiera que lo que le hizo, — en rigor lo que se privó de hacerle— fue precisamente por su bien.

—¿Quieres que te lleve a casa? 

Su ofrecimiento no fue un acto de altruismo, si, le preocupaba el bienestar del chico, pero tambien quería tener la chance de pasar tiempo con él, aunque fuera los quince o veinte minutos que tardaba el trayecto a la casa de los Trumper.

The Man of the Magic DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora