CAPÍTULO IV - Primera parte: reencuentros y despedidas

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Son las 09:30 de la mañana y hace tres días que estoy varada en Argentina. A causa de la mala noche que pasé, sentía que mi mente estaba empantanada; cada vez que intentaba apretar el acelerador, salir de ese estado catatónico en el que había quedado después de la pesadilla, el fango me hundía un poco más.

El encierro del hotel me estaba afectando y necesitaba un cambio rotundo de escenario. Volver a conectarme con el mundo que seguía andando, ignorante a mis problemas, allá afuera.

Después de desayunar, decidí que aprovecharía el tiempo que me quedaba e iría a visitar a mis amigos. O por lo menos a algunos de ellos.

Podía sentir el crujir de las hojas secas y caídas bajo mis pies a medida que recorría el camino de entrada a la estancia, un lugar que parecía salido de un cuento, o sacado de un cuadro.

Los colores, los olores, el clima fresco del otoño, la paz y el silencio del paisaje que se extendía por metros y metros, me traían recuerdos de tiempos mejores, sobre todo de mi infancia. Una colección de momentos invaluables, cuando la vida nos parecía un juego y no veíamos la hora de crecer y ser grandes, porque ¿Quién quería ser niño?

Una imagen en concreto vino a mi mente. El último año que Chipi y yo pasamos en el Hogar Ribera. Nuestras sonrisas de felicidad el día que nos avisaron que habíamos sido adoptadas, gritando y corriendo como dos locas por el patio. La mama por detrás nuestro, retándonos sin retarnos, diciéndonos que tuviéramos cuidado con las baldosas rotas del playón.

Me detuve por un momento, tratando de perderme en el recuerdo por un ratito más.

Cuánto extrañaba a la mama...

Antes de irme del país tengo que ir a llevarle flores, me recordé.

Me hubiera gustado que todavía estuviera acá, que hubiese podido conocer a Agustín... No podía evitar imaginarme su reacción si se hubiese enterado que "su chiquito" (más conocido como Dante), había dejado EMBARAZADA a su hijita (más conocida como yo).

Probablemente, nos hubiese sentado a los dos en el sillón de casa y nos habría recordado, aunque un poco tarde, la charla de las abejas y las flores, todo esto, claro está, después de recibir a Dante a escobazos y de torturarnos el tímpano con la pregunta ¿En qué estaban pensando?

Hice otra nota mental: en algún momento del día tengo que llamar a la Chipi. Ni se imagina adónde estoy. Ni con quién estoy a punto de reencontrarme...

Miré alrededor y me reí por la ironía de todo lo que nos había pasado. Por cómo la vida nos había llevado por caminos separados por miles de kilómetros, a nosotros, que éramos más unidos que uña y mugre.

¿Quién diría que Piru terminaría viviendo en un lugar como este? ¿Quién hubiera pensado que Chipi estaría laburando en Sudán? O, ¿era en Somalia? Con Chipi era difícil saber, ya que su trabajo la llevaba de una punta del mundo a la otra cada dos días. Con Piru la cosa era un poco distinta.

Sin darme cuenta, había llegado hasta la puerta de la residencia. Toqué el timbre y esperé unos segundos. La imponente puerta de roble se abrió y la esposa de Piru apareció enfrente de mí. La miré por un rato largo y, cuando ya no pude contenerme más, solté una carcajada.

Su apariencia no había cambiado mucho. Seguía siendo alta, esbelta, con la misma cara de conchetita de siempre. Igualita. Excepto por un "pequeño" detalle...

-¿QUÉ te causa tanta gracia? Simonk... Simo -cuestionó un poco enojada.

-¿Enserio me preguntas? Vas a explotar. Otra vez con el... Discúlpame, pero eso tiene vida propia -dije señalando a su panza enorme ¿No tienen Netflix ustedes? ¿No les llega el wi-fi por lo menos?

-Ja, ja. Qué chistosa. Veo que el cambio de altitud te dañó las neuronas.

-Bueno, viejo, tampoco es para tanto. Pero en serio, deberían bajar un cambio. Parecen conejos. Si siguen así, en cinco años más van a tener diez pibes.

-No sé para qué te dije que estaba y que vinieras. Si sabía que ibas a venir a hacerme sentir como una ballena encallada en mi propia casa te hubiese clavado el visto -me respondió acariciando de forma protectora su vientre.

-Na... Vos sabés que me querés, además, estás radiante... No pareces una ballena -dije al mismo tiempo que la abrazaba...

-Awww... Gracias. Yo también te extrañé -dijo ella correspondiendo mi abrazo.

-Pareces un globo aerostático con ojos y patas -agregué cuando nos separamos, riéndome de su cara de sorpresa e indignación.

-Siempre tan simpática vos... Si no fuera porque sos la mejor amiga de mi marido no te hubiera dejado ni una mecha.

-Dudo que puedas moverte mucho en ese estado. Además, después de todos estos años, deberías admitirlo... Yo sé que en el fondo, aunque sea muy en el fondo, algo me querés, Lulita...

-Muy poco -Lula me respondió con una sonrisa cómplice. Bienvenida a la residencia Tolosa - Achaval, Simona.

Amarte en silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora