El Arce que Esperaba

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-¡Mami, mira!

-¿Qué pasa cielo?

-¡Ya lo planté! ¿Cuánto tardará en crecer?

-Nada, mi vida. Verás que cuando volvamos estará gigante.

-¿Tan grande como la casa?

-Mucho más grande que la casa. ¡Tocará el cielo!

-Woah. Ya quiero volver.

-Pero debes recordar tu promesa

-Sí, mami. ¡Yo voy a cuidarlo! ¿Escuchaste eso amiguito? Prometo cuidarte siempre.

De repente tuve miedo. No sabría decir si hubo algo antes de ese sentimiento, y así lo hubiera habido no lo recordaría. Solo sé que todo comenzó en el momento en que el miedo se instaló dentro de mí. Al principio todo era borroso, el calor sofocante y la oscuridad total. No sentía nada más que eso. Si tenía un cuerpo, no era consiente de él. Si era el único, tampoco lo sabía. Afortunadamente, poco a poco todo fue tomando forma. La sustancia oscura y húmeda que me rodeaba, los que supuse que serían mis hermanos desperdigados por ahí, y la luz. Sin saber lo que me esperaba afuera, en ese momento la luz se me antojó lo más hermoso. Se colaba como hilos dorados por entre las hendijas. No iluminaba nada, pero el día en que uno se posó sobre mí, fue cuando comencé a sentir mi cuerpo. Una sensación tibia me recorrió de punta a punta, fue una lástima que la luz tuviera que irse. Desde entonces esperaba a que volviera porque, como había aprendido, la luz aparecía siempre a la misma hora. Primero todo era frío y oscuridad, después, el frío perduraba pero la luz ya comenzaba a aparecer. Más tarde, el frío le daba lugar a un calor sofocante, y la luz no se iba sino hasta mucho tiempo después, que era cuando la oscuridad reaparecía. Extrañaba esos días en los que la luz no aparecía, y era reemplazada por gruesas gotas de un líquido transparente. Pero supongo que de vez en cuando tenía que descansar.

Con el tiempo, mis hermanos fueron cambiando. Crecieron bastante, y unos tentáculos raros les crecieron por todas partes. A medida que crecían, yo los dejaba de ver. A medida que me dejaban allí abajo, sus tentáculos me empujaban cada vez más. Hasta que quedé en medio de dos de los tentáculos más grandes que había visto. Casi no tenía espacio para respirar, y comencé a pensar en lo peor. Tal vez yo nunca crecería. Tal vez yo nunca llegaría a ser el más alto de mis hermanos. Tal vez me quedaría por siempre allí abajo.

Un día, mientras las gotas me salpicaban de vez en vez, mi cuerpo tuvo una extraña reacción. Se empezó a sacudir, primero en una dirección, luego en otra. Me sentía extraño, como si me estuviera expandiendo. Ojalá pudiera recordar más. Solo sé que, cuando volví a despertar, estaba fuera. Era una simple hojita, bastante débil. Podía ver pocas cosas, pero el sol era una de ellas, y el resto de las cosas dejaron de ser importantes.

¡Era el más grande de entre mis hermanos! El tiempo había pasado, y yo cada vez estaba más alto y grueso. Casi que tocaba el cielo. Aunque no era feliz. Él había prometido que me cuidaría, que estaríamos juntos, y jamás lo había visto. Me había abandonado. Había crecido tanto como a él le gustaría, pero nunca me fue a visitar como dijo que haría. Estaba dolido, y decepcionado.

Era la época en la que mis hojas se ponían de un color rojo chillón, mientras que la luz del sol me acariciaba y mis hermanos mantenían un extraño juego. Ganaba quien más puntos sumara. Un gorrión equivalía a diez puntos, una paloma solo a cinco, un picaflor valía veinte, un carpintero quince, y un loro era igual veinticinco. Hasta ahora iba ganando mi hermano el palo borracho, por raro que pueda sonar.

En ese momento, uno de esos vehículos extraños que usan los humanos para transportarse se estacionó cerca de nosotros. De él bajaron dos personas, una mujer y un hombre. Y ahí lo supe. No era cualquier hombre, era Él. Su mirada se fijó en mí, y comenzó a reírse a carcajadas mientras se sujetaba el estómago. Se acercó corriendo y me abrazó. Había querido odiarlo por mucho tiempo por haberme abandonado, pero en ese instante se me hizo imposible sentir hacia él otra cosa que no fuera cariño. Estaba ahí en ese momento, y eso era lo que contaba. La chica que lo acompañaba me sonrió con simpatía, y descansó su mano sobre mi tronco. Cosquillas me recorrieron de punta a punta, por lo que sacudí mis ramas y muchas de mis hojas se desperdigaron.

Por un tiempo todo fue genial. Ellos me visitaban todos los días, ponían una manta sobre donde yo arrojaba sombra, y se acostaban a charlar por horas. A veces hasta me incluían en sus conversaciones. Ella se encargó se sembrar muchas flores bonitas a mi alrededor para que me hicieran compañía, y se enojaba mucho cuando él arrancaba una para decorar su cabello. Aunque luego él le decía unas cuantas palabras que provocaba que sus mejillas se pusieran rojas, y el enojo parecía abandonar su cuerpo. Pero una noche, todo comenzó a declinar. Él salió furioso de la casa, y no los volví a ver en mucho tiempo. Muchos soles y muchas lunas después, él regresó. Traía consigo un ramo enorme de flores de muchos colores, y lucía nervioso. Jugueteaba con lo que me pareció una cajita en la mano contraria. Solté al viento unas cuantas hojas, que cayeron sobre su cabeza. Quería reconfortarlo.

Él comenzó a venir todos los días, apenas salía el sol llegaba y no se iba hasta entrada la noche. Treinta lunas después, se me acercó por segunda primera vez. Me abrazó, temblaba. Unas gotas de agua, ligeramente más saladas a las que estaba acostumbrado, me mojaron el tronco. Desee poder abrazarlo, pero me tuve que contentar con desparramar hojas sobre él.

Por fin, todo volvió a ser como era antes. Ambos, juntos otra vez. Charlaban bajo mi sombra, me hablaban, incluso me acariciaban. Aunque algo me llamó la atención. Ella estaba cada vez más gorda, como si algo estuviera creciendo en su interior. Cuando una tarde comenzó a gritar, me esperaba que los tentáculos comenzaran a salirle por todas partes, tal y como nos había sucedido a mis hermanos y a mí, no que ambos se fueran corriendo.

Luego de una temporada de no haberlos visto, reaparecieron. Ahora eran tres. Él, ella y un mini ellos. En cuanto se me acercaron, extendió sus brazos hacia mí. Ella, sin soltarla, permitió que me abrazara. Entonces lo comprendí. Era mi turno. Había pasado tanto tiempo esperando para que él volviera a cuidarme, que me había olvidado de lo más importante. Ya no necesitaba que me cuidaran, pero el mini ello sí que necesitaría quien lo cuidara. Ahora era mi turno.

Yo cuidaría de él.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now