Victoria Pírrica

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Amatistas esféricas suspendían por encima de mi rostro, con un velo plateado cayendo con tanta gracia como el plumaje de un ave fantástica. Su voz, proveniente de aquellos trémulos y finos labios carmesíes como la sangre misma, alcanzando pobremente mi sentido auditivo, percibiéndolo como una antigua llamada entrecortada. Su mejilla roja me enoja, esforzándome por alcanzarla para amamantar su dolor incluso en mi incómoda posición. Las llamas de los candelabros, bailando incansablemente en las paredes del salón, jugando a producir sombras a partir de la gente presente que me mira con asombro y respeto. La luz encandila por completo su cara, generándome una sonrisa pacífica tras poder apreciar el mismo rostro que una vez fallé en salvar, mortificándome en mis sueños, poniéndose al lado de mi cama mientras me cuestionaba la razón de su deceso.

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-Sabes lo que es una victoria pírrica, Viserys? – le pregunté al niño mientras aguardábamos en el pasillo.

-Mmh...no. Qué es, Ser Harry? – hice una mueca suave al verlo sacudir la cabeza de manera negativa.

-Es cuando se gana una pelea, pero pagando un alto precio por ello- expliqué de forma simple, para que su mente de cuatro veranos de edad lo comprenda.

-Eso no es bueno, verdad? – su inocencia sacudió un recuerdo en mi cabeza, teniendo que recapacitar para no preocuparlo.

-Si lo que se pierde es muy importante para uno, entonces no. Ahora ve a buscar a tu hermano, de seguro está intentando calmar a tu sobrina- le ordené, viéndolo correr felizmente entre los pasillos, con su pelo plateado revoloteando de aquí para allá.

Esperé frente a la puerta de la recámara real, analizando los intrincados dibujos de dragones alzándose y arrojando llamas desde sus bocas. Sin pestañear o balancearme a un costado con el peso de la armadura que llevo encima con el simple propósito de cuidar a alguien. Mi cuerpo temblaba de furia contenida, mordía mi lengua para subyugar esa emoción que avasallaba mi psique cuando vi salir al despreciable ser que regía sobre todo Poniente, sonriendo placenteramente al verme con su rostro completamente demacrado y su cabello rubio pálido peinada hacia atrás, actuando como si fuese un dragón de verdad, cuando en realidad es un mero cobarde como su lo fue en su antigua vida.

Ansioso esperé hasta que su figura desgarbada desapareció seguido de su propia Guardia Real, permitiéndome así que abra con fuerza las puertas de la habitación y corra hasta el cuerpo golpeado de la mujer que supuestamente tenía que cuidar de cualquier mal, excepto del hombre que tenía el tupé de llamarse su esposo. La abracé con cuidado para posteriormente posicionarla correctamente en la cama y limpiar atentamente su cuerpo lacerado y amoratado, aplicando lo necesario de primeros auxilios para curarla.

-Y mi bebé dragón? – su voz aterciopelada me distrajo de mi labor.

-Lo mandé a burlarse de Rhaegar por no poder tranquilizar a su hija- respondo, limpiando la comisura de sus suaves labios con un trozo de algodón humedecido.

-Lo siento...- se disculpó conmigo, deteniéndome nuevamente.

-Ya he dicho muchas veces que yo soy quien debería pedir disculpar, Lady Rhaella- explico una vez más, repitiendo la bizarra rutina que se ejercía en Desembarco del Rey.

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El calor no me importaba si recibía a cambio la hermosa sonrisa que iluminaba sus delicadas facciones, sin dar oportunidad alguna a las marcas en sus brazos o cuello para aminar su estado de ánimo. El agua volaba de un lado al otro gracias al chapoteo que el hijo menor de la Reina y su nieta generaban en la fuente, haciéndome pensar que si tuviese aún mi magia, podría volverla más fresca o incluso mostrar algunos trucos simples con el cual divertirlos.

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