1

18 0 0
                                    


A las seis en punto, exactamente, de la mañana, mi ventana se convertía en testigo del recorrido que un señor hacía en forma de rutina todos los días por el mismo lugar. Su recorrido terminaba en un banco de madera frente al lago, donde tomaba siempre el mismo lugar durante exactamente dos horas. Yo me despertaba a las seis y media por cuestiones del trabajo, y pocas eran las ocasiones en las que no me daba cuenta de su serena presencia en el pantano. Como cualquier otra persona no le tomé mucha atención y sólo me limitaba a mirarlo por dos segundos, y al tercero me olvidaba de que estaba ahí, pues no hacía nada más que estar sentado, cosa que no me llamaba la atención.

Durante dos meses su presencia y puntualidad en ese lugar fue estricta, volviendo imposible mi falta de atención, se estaba tornando... extraño el hecho de su tan juiciosa presencia.

Uno de esos días me propuse esperar su llegada e intentar indagar un poco, y como era de esperarse no faltó, hizo lo mismo de siempre; caminó, miró hacia el lago y tomó asiento. Estaba seguro de que no se iba a mover durante un buen rato, por lo que procedí con mis asuntos, tomé una ducha, lavé mis dientes, me vestí con ropa abrigada, arreglé mi cabello y salí en su búsqueda. Luego de dejar salir el aire de mis pulmones unas cuantas veces caminé hacia el.

— ¿Puedo...? —pregunté.

— Por supuesto. Adelante —dijo, con una sonrisa.

Con toda la tranquilidad del mundo tomé asiento a su lado, imitando su postura relajada sobre el espaldar.

— He estado observándolo por unos días, que días, meses. Y he visto que continuamente hace lo mismo, a toda hora, sin falta, no importa que esté lloviendo, siempre lo veo en este lugar, sentado en ese mismo lado de la banca.

— Eso se puede considerar acoso, ¿lo sabías? —curvó los labios, dejando ver pequeñas arrugas alrededor de sus ojos.

— Si, lo sé, pero es inevitable, mi ventana me da vista directa hacia acá, lo noto, aunque no quiera. Pero, sólo quería preguntar, o más bien tengo curiosidad, ¿por qué?

— Si es verdad lo que dices sabrás que siempre vengo a las seis en punto...

Asentí.

— ...Eso es porque es la hora perfecta para ver el crepúsculo nacer.

— ¿Crepúsculo?

— El amanecer.

— Entiendo... ¿Por qué?

— Porque es el momento en el que ella abre los ojos, el momento en el que ella despierta.

— ¿Ella?

No recibí respuesta, el sólo mantuvo su sonrisa mientras con mucha atención contemplaba la salida del sol en el horizonte. Yo lo imité. Realmente era hermoso, daba una sensación de tranquilidad, de paz, serenidad... me mantuve así por unos veinte minutos, mirando como despertaba el día e iluminaba todo a su paso. Por desgracia mi tiempo había acabado y no podía continuar observando, quise preguntarle otra vez sobre quien se estaba refiriendo, pero su rostro tan calmado me detuvo, por lo que lo dejé tranquilo, y me fui. En otra ocasión sería.

Al próximo día volví a levantarme temprano pero no me detuve a asegurarme si estaría ahí, eso estaba claro, así que me duché, terminé todo lo que tenía que hacer, y salí. Y efectivamente él estaba allí. Me acerqué y ésta vez sin preguntar, tomé asiento; retomando la conversación del día anterior.

— Vuelvo a preguntar... ¿Ella?

— Mi otra mitad.

— Creo que no entiendo, y no lo de "mi otra mitad", supongo que habla de su esposa, eso lo comprendo perfectamente.

— Cuando murió su último deseo fue que la enterraran en esa montaña —señaló hacia el otro lado del lago, donde se veía unos pedazos de madera en forma de cruz —, un día me propuse visitarla más o menos a esta hora, no me preguntes porqué, ni siquiera yo lo sé. La cosa es que cuando me iba acercando a su tumba vi como el sol salía e iluminaba perfectamente la cruz que descansa encima de ella. Desde ese momento me propuse visitarla todos los días de mi vida para ver como ella y el sol se despertaban para iluminar el día —sonrió, junto con el naciente sol.

Estoy seguro que en ese momento pude escuchar como algo dentro de mi se rompía, provocando tal eco que al no escucharse fuera me sorprendió. Desde ese día su rutina se había convertido en la mía, yo me había convertido en esa otra persona que ocupaba el lado sobrante de la banca. Diario. Sin faltar, tal como él lo hacía.

— ¿Y aún lo haces? —preguntó.

— Si, aunque no es lo mismo, ya que él no puede continuar haciéndolo, al menos no desde aquí —sonreí—, por un lado, es triste, pero, por otro me alegra, ahora yo puedo venir aquí y verlos a ambos despertar. Mira, justo a tiempo —señalé hacia la montaña, donde el sol salía a iluminar ambas cruces.

— Es hermoso, papá — dijo.

— ¿Verdad que sí? —sonreí—. Bueno, ve a cambiarte, recuerda que hoy tienes escuela.

Asintió, obedeciendo mi mandato.

— Espero que estés mirando este amanecer, abuelo, que ambos lo estén haciendo — miré a mi derecha, donde su lugar permanecía vacío. 

El crepúsculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora