KERR (I)

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No tenía ni idea de qué era lo que le había llevado a ver a Eireann, pero se había sentido responsable de ella. No solo porque su hermano le hubiese pedido que llevara a cabo dicha tarea, sino porque aún se sentía culpable de haberla secuestrado.

Entrar en la isla no había sido idea suya, pero no podía culpar a Rina por tomar la decisión de acompañarla. No, aquello había sido únicamente su culpa y él no era así. No le hacía feliz haber hecho daño a Erin, ni tampoco verla sufrir, pero no había podido desligarse por completo de sus acciones.

Como el resto de Anthrax, el Basurero también se encontraba en la mayor de las penumbras. Aquellos que estaban por allí, se movían con presteza de un lado a otro buscando linternas, velas o cualquier otro objeto que les sirviera para iluminarse.

Kerr subió hasta el tercer piso procurando que nadie le viera y se escabulló por el pasillo donde estaba la celda de la heredera. Como siempre, frente a la puerta de Eireann se encontraba un chico de, más o menos, su edad custodiando a la muchacha pese a que no necesitaba ningún guardián. Dudaba mucho que la isleña fuera capaz de rebelarse y conseguir escapar de aquel sitio.

—Hey, ¿por qué no bajas a comer algo y descansar? —Kerr apoyó una mano amistosa sobre el hombro del otro joven—. Ya hago yo lo que queda de turno.

—¿En serio? —Kerr asintió con la cabeza, esbozando una amplia sonrisa socarrona—. Muchas gracias, hetairoi (1).

—Será nuestro secreto. —Le guiñó un ojo y dejó que se alejara.

Comprobó que no hubiese nadie más cerca, pero intuía que no se preocuparían por Eireann Meraki cuando estaban sin electricidad. Al otro lado de la puerta, agazapada en su cama, Eireann parecía estar dormida, pero en cuanto oyó los pasos sobre el suelo adoquinado se giró.

—¿Cómo te encuentras? —murmuró Kerr.

—¿Acaso te importa? 

Pudo notar como la voz de la hija del Gobernador se quebraba lo suficiente como para saber que había estado llorando. Aunque desde que había llegado allí, era algo cotidiano. Kerr había intentado animarla con su derrochadora personalidad, pero ella no había caído bajo el influjo de sus encantos.

—Vamos, levanta. —Decidió no contestar a su pregunta porque no tenía muy clara la respuesta. Si decía que sí le importaba sentía que estaba traicionando a su familia y si lo negaba, no era distinto al resto de personas con las que había tratado la chica—. Quiero enseñarte algo.

—Déjame, no tengo ganas de que te rías de mí hoy. —Eireann volvió a darle la espalda a Kerr, tapándose con la manta.

—Meraki, no seas cabezota. Ven conmigo —resopló—. Puedes confiar en mí.

El silencio de la chica fue un arañazo en su pecho. Tenía que haber escogido mejor sus palabras; no estaba en posición de dar su confianza a la hija del Gobernador. Si aquel día la hubiese ayudado a escapar, a esconderse, en vez de sedarla y secuestrarla, entonces tendría derecho a decir algo semejante.

—No sabía lo que te iban a hacer —repuso al final—. Cuando me enteré de que estabas en aquella sala, ya era tarde.

—Ya —fue todo lo que recibió en respuesta. Pero la muchacha se movió, se sentó en la cama y después de dudar un segundo se levantó—. ¿A dónde vamos?

—Es una sorpresa —sonrió levemente, ofreciéndole una mano caballeresca—. Te va a gustar.

—¿Vas a dejar que me vaya?

—Meraki, sabes que...

—Ya —le interrumpió ella—. No puedes, o tu hermana te cortaría los huevos.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora