Bajo Llave

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Mientras las palabras oscuras van llenando los espacios de esta hoja blanca robándose su palidez, contemplo desde la ventana como la penumbra va degollando la última luz del día, trayendo consigo un relámpago que anuncia una tormenta próxima. Miro el reloj y no son más que las 6:21 de la tarde aunque las nubes grises le dan una apariencia equívoca a las horas, oscureciendo con exceso. Me gusta pensar que en tardes así te acuerdas de mí como yo de ti, pues hace tiempo en una noche como ésta fue cuando tú y yo descubrimos la magia del amor. Áquel fue el momento más feliz de toda mi existencia.

¿Recuerdas cómo nos conocimos? Eso no ocurrió en una tarde oscura y lluviosa, sino en plena luz del día, cerca de las tres o cuatro de la tarde, en el barrio bajo donde yo vivía. Todavía te veo con claridad entrando en local donde yo trabajaba como tatuador, tan hermosa y dulce que en ese mismo instante supe que si no eras mía, me iba a morir. Portabas un inmaculado uniforme escolar, de el cual reconocí el escudo que estaba prendido del suéter: un colegio privado a casi una hora de donde nos encontrábamos; eso y tu simple porte decía a gritos que no eras de aquí. ¿Te perdiste? ¿Qué estás haciendo aquí? fue lo primero que te quería preguntar cuando te acercaste al mostrador, pero lo único que pude hacer fue mirar con fijeza tus ojos, de la misma manera que tu veías los míos. Me preguntaste si podía hacerte un tatuaje, y antes de que pudiera responderte justo afuera del local comenzaron una de las habituales balaceras que se escuchaban casi diario en mi barrio. Tus ojos se llenaron de terror, revelando que jamás habías estado en una situación similar, pero en mi barrio éso era cosa de todos los días, pues sabíamos que la colonia les pertenecía a los Maras y a otras pandillas, aunque menos peligrosas. Lo único que pude hacer fue tomarte de la mano y escapar por la ventanilla que estaba en el baño para los clientes. Corrimos y corrimos hasta que nos dolieron los costados y sentíamos vacío el cerebro, aunque todavía se oía el escándalo a distancia. Tu y yo entablamos conversación, aunque no recuerdo las palabras, sólo tu voz. Raro, ¿no?… Después te llevé a tu casa con el domicilio que me diste, como supuse, una colonia impecable con casas hermosas y majestuosas y grandes jardines que le hacían a uno recordar las mansiones ricas que aparecían en las películas americanas.

Me gustaría saber cómo responderías esta carta, tu reacción al reconocer la letra, tus manos temblando al abrir el sobre, pero no sabré ni una cosa ni otra pues no planeo enviarte esta carta. La guardaré bajo llave, oculta, con mis letras apretujándose por el dolor y el recuerdo, queriendo abarcar todo el espacio de la hoja que jamás llegará a su destinatario. Ni siquiera haré como con las cartas para mi mamá: quemarlas y arrojar sus pedazos hechos cenizas por la ventana, para que vayan con el viento y le lleguen mis palabras desesperanzadas. Nunca te conté sobre mamá, lo haré ahora aunque sé que nunca te enterarás. Ella era una mujer maravillosa, afectuosa, inteligente, trabajadora y hermosa. Muy hermosa. Cuando mamá seguía aquí vivíamos los dos con la abuela, en ése entonces ella no tomaba tantas pastillas para cualquier dolor –que si para el de la cabeza, que si para el del estómago, que si para la presión– como cuando la conociste, que las toneladas de pastillas que había ingerido en su vida le habían provocado una cirrosis, y no se quedaba todo el día en su mecedora, con la televisión prendida pero la mirada perdida en el vacío. En ése entonces la abuela hablaba, caminaba y hasta trabajaba, tejiendo chaquetitas y otras cositas modestas que nos hacían ganar unos pesos.

Recuerdo las últimas palabras de mamá, fueron “No llores, sé fuerte”. Y no lo decía porque ya presentía su ausencia cercana que me traería tanto dolor y desamparo, sino porque me acababa de caer del columpio –que no era más que una llanta colgando de la rama de un viejo roble– y me había incrustado diminutos trozos de cristal, sepa Dios que hacían allí y de qué eran. Mi rodilla sangraba y yo lloraba asustado, mamá dijo “no llores, sé fuerte” y se retiró a la farmacia de la calle siguiente para comprar un analgésico. En ése momento comenzó un enfrentamiento entre las múltiples pandillas del barrio y alguien sacó un revólver y disparó ciego de ira, sin darse cuenta de la bala perdida que alcanzó a mamá, y por un orificio la vida se le escapó a borbotones. Yo seguía en el patio de la casa y sólo oí el disparo. No fui a ver, no me levanté a correr, sólo me quedé ahí tirado, no sé cuanto tiempo, me levanté lentamente y como si ya supiera que la bala le había tocado a ella entré a la casa y me metí en la cama, como si estuviera ausente, como si no fuera yo, como si mi alma se hubiera salido para reunirme con ella en la eternidad. Yo tenía entonces siete años.

De cómo fue mi vida después de eso no hablaré. No es necesario. Sólo puedo continuar en lo que me quedé, cuando tú y yo ya salíamos y nos veíamos con más frecuencia. Yo trataba de superarme, estudiaba el último curso de preparatoria y trabajaba en el local para ahorrar un dinero, pero fue entonces cuando comenzaron los problemas. Tu papá se enteró de nosotros, te prohibió volver a verme pues admitamos que yo no tenía nada que ofrecerte. Nada. Pero eso no cortó nuestro amor y seguíamos viéndonos, nuestro lazo haciéndose cada vez más fuerte, hasta que tu papá me encontró y me amenazó. Inclusive me golpeó pero yo no tuve el valor de devolverle el golpe porque se trataba de tu padre, y eso que yo siempre fui muy agresivo. Tú trataste de separarnos por miedo a que tu padre me hiciera algo peor y la situación se tornase grave. Me fuiste a ver a mi casa, lloraste y trataste de explicarte, pero fue en vano. Ése fría y lluviosa tarde nos fundimos en el amor que ninguno de los dos había conocido. En ése momento supe que jamás te iba a dejar ir.

Tu padre nos vio llegar juntos a pesar de que eran como las cuatro o cinco de la madrugada, nos estaba esperando. Yo me quedé perplejo al ver que sólo te agarró con dureza del brazo y te obligó a entrar a la casa y no me haya hecho nada. Pero estaba equivocado. Al día siguiente los policías me llevaban a cárcel, pues se suponía que yo era un peligroso miembro de ésas bandas asesinas de mi barrio. Tú trataste de hacer todo lo posible por sacarme, por defenderme, pues no habían pruebas en mi contra. Pero tu padre logró darme una condena de 6 meses, pues él era uno de los meros meros de la PGJ y podía hacer cuanto quisiera, aunque si por él hubiera sido, me habría otorgado cadena perpetua, pero yo era inocente y los policías, incluso el juez lo sabían. Por éso sólo me encerraron medio año.

Tú ibas a verme todos los días, nos tomábamos la mano y con lágrimas en los ojos nos prometíamos un futuro feliz juntos, lejos de tu padre y lleno de esperanza. Así transcurrieron los meses, aunque al comenzar el tercero comenzaste a venir con menos frecuencia. Nos escribíamos cada semana, y yo desesperado te mandaba una diaria, atónito por no recibir respuesta. Derrotado y sin esperanza alguna, llegó el cuarto mes de confinamiento, con una carta tuya. “Desearía que las cosas no hubieran ocurrido así…” decía tu letra temblorosa sobre el pálido sobre. No recuerdo que más decía, sólo recuerdo que había escrito muy poco. “Te amo y te amaré siempre” fue tu despedida. La carta cayó de mi mano, y llorando, me desplomé yo también.

Cuando finalmente salí, lo primero que hice fue ir a tu casa. Como solía hacer cuando estábamos juntos, trepé por la enredadera que subía hasta la ventana de tu cuarto. Ahí estaba, perfectamente limpio y ordenado, pero… vacío. Como si no hubiera un indicio de que hubiese sido habitado alguna vez, solitario de un alma. Con el corazón roto, te vi partir, subiendo a la lujosa camioneta que te esperaba en la acera. Llevabas una maleta en cada mano. Ya adentro de la camioneta tu te despedías con la mano de tus padres y tu hermana con lágrimas en los ojos, y volteaste. Me viste escondido entre los matorrales, y tu sonrisa se desvanceció. La camioneta se alejó pero tú no despegas la vista de mí, hasta que doblaron la esquina.

Me alejé, como le hice cuando mamá murió, cuando papá nos abandonó. Y todo se fue borrando, como si nada hubiera existido realmente, pues yo ya había muerto tiempo atrás, el día que leí

“Te amo, y te amaré siempre.”

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⏰ Última actualización: Jun 26, 2014 ⏰

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