Maeve Brandt dio a luz a su segundo hijo poco antes de morir. Su último deseo fue que fuera llamado Sarket, derivado del verbo sarkhas, que significa «causar ondas en el agua». Era un nombre poderoso, ya que expresaba la capacidad de distorsionar la imagen reflejada, cambiar la percepción de aquel que mira y causar eventos trascendentales. Era un nombre adecuado para un hombre fuerte de gran potencial.
Sin embargo, el hijo que apenas vio no merecía ese nombre, pues era pequeño y débil. Según el doctor, no llegaría vivo al final de la noche, por lo que sorprendió a todos cuando, a la mañana siguiente, despertó a su nodriza con un llanto callado. Luego dijo que no sobreviviría más allá de una semana, mas volvió a errar el tiro. Poco después, dejó de suponer cuánto viviría, pues era obvio que a pesar de ser débil y tener toda la pinta de que el siguiente sería su último aliento, no tenía la intención de morir sin haber presentado pelea.
Así, su infancia transcurrió en una casa gigantesca bajo la tutela de una institutriz estricta tras otra y al menos cuatro niñeras diferentes respirándole en el cuello. No se le permitía jugar con los demás niños, salir sin supervisión o siquiera correr más de dos metros. Cualquier actividad física exigente desencadenaba un episodio de arritmia que podía desembocar en un desvanecimiento. Pasaba la mayor parte de su tiempo tocando música o con la cabeza hundida en un libro grueso mientras los demás niños se embadurnaban de lodo y corrían bajo la lluvia.
Recordaba el rostro de su padre, Diether Brandt, solo porque sobre su escritorio había una fotografía suya en la que aparecía junto a su madre, pero su voz se había desvanecido en el olvido, así como el tacto de sus grandes manos. No obstante, la misma historia venía a su cabeza cuando pensaba en él:
«Nuestros ancestros construyeron la ciudad de piedra —decía con una copa de vino entre los dedos gruesos—. Derribaron la montaña y labraron cada bloque con sus propias manos año tras año, invierno tras invierno, hasta que la completaron. Solo pudieron hacerlo porque ellos también eran de piedra, como la montaña, y resistían la mordida del frío. Tú y yo también somos de piedra. —Entonces se inclinaba sobre él y lo miraba tras unos gruesos espejuelos—. Y por eso tú ayudarás a construir el futuro, así como lo hicieron nuestros ancestros».
Sarket no sabía cómo podía él ayudar a construir el futuro, pero le creyó, pues su padre era el hombre más sabio del mundo. Se contaba esa historia a sí mismo una y otra vez; la repetía cuando su condición lo dejaba postrado en la cama, mirando con anhelo a través de la ventana, y todas las veces en que veía el desfilar de las luces blancas mientras un equipo de médicos y enfermeras empujaba su camilla. Cuando tenía siete años recién cumplidos, también recurrió a esa historia para no llorar durante el funeral de su padre. Era un hijo de la montaña, por lo que debía ser firme.
Su hermano mayor, Alden, asumió entonces su lugar como cabeza de familia y cuidó de su hermano menor con el mismo afecto solemne que su padre. Eso quería decir que extremó las precauciones para que Sarket no sufriera, asegurándose de que nunca se esforzara en exceso ni estuviera sin vigilancia. Sarket estaba tan acostumbrado a ello que llegó a pensar que pasaría el resto de su vida entre cuatro paredes.
Pero eso cambió. Un día, mientras una institutriz le explicaba un tema aburrido, miró a través de la ventana y lo vio: un punto pequeño con dos protuberancias alargadas que se trasladaba con un portentoso rugido, una de las máquinas más prodigiosas jamás elaboradas por la mano del hombre, una visión que le colmó la mente de asombro y ambición. Vio un aeroplano. Y así halló su verdadera pasión.
Pidió libros y libros sobre aquel maravilloso invento, la mismísima encarnación de uno de los deseos más antiguos de la humanidad, y aprendió todo lo que pudo sobre él hasta saberse los modelos de memoria. Quería volar en uno. Es más, quería construir uno, un aeroplano mejor que todos los demás, uno que pudiera llegar a las estrellas. Estar solo ya no era suficiente, necesitaba la tutela de un profesor de ingeniería, de esos que tenían lentes gruesos y muchas canas. Necesitaba ir a la escuela y luego a la universidad.
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantastik«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...