Puerta al Infierno

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Siete días en París. .. ¿o con París?

Las clases del turno matutino estaban por terminar en la preparatoria. Faltaba poco para las vacaciones de verano y disfrutábamos de las horas libres en la semana cultural.

Era un jueves medio nublado y frío, era jueves de billar.

Esta vez yo no tenía ánimo alguno para ir al billar, y cuando estaba a punto de escaparme para evitar tentaciones llego Elizabeth a interrogarme. Bien, era hora de fingir otra vez.

-Vas a ir al billar.

-Éso no es pregunta.

-Cierto, bueno, ¿vas a ir al billar?

-Hoy no creo, tengo que terminar los proyectos semestrales si no quiero repetir.

-¡Al diablo el semestre! Ya vendrá otro y otro y otro..

-Cuando te metes cosas no sé de que me hablas.

-Hay sí, entre locos nos entendemos, no te hagas.

-Cállate, si tú estás peor que yo -reí- me guardas un poquito.

-Ya estás we.

Elizabeth era la mujer más bonita que había visto jamás. Desde que ingresó a la preparatoria en el tercer semestre la he estado observando, de lejos. Pero me he acercado lo suficiente como para saberme de memoria su vida entera.

Me sé todo lo que a ella le gusta y le disgusta. Amo sus movimientos felinos y seguros de sí, su voz suave y sencilla, sus ojos negros y su piel blanca.

Todo este tiempo le he estado tirando indirectas o dándole señales para que note lo mucho que me gusta, pero Eli es taaaaan distraída que no puede distinguir cuando le elogio un vestido por lo bonita que se ve o cuando quiero desvestirla con la mirada.

Primero me enojo con ella por bruta y despistada, luego me enojo conmigo por cobarde al no decírselo.

Odio cuando me habla sobre sus novios, o los encuentros salvajistas que tiene con su actual pareja: Abraham García.

Odio a ése gigante con espalda y brazos de luchador, piernas de atleta, voz firme y carácter de crápula que tiene de cabeza a todas las chicas del plantel. Vamos ¿qué tiene él que no tenga yo?

Abraham García y Elizabeth son la pareja mítica y astral de la preparatoria. Todos los elogian, y aunque la mayoría es hipocresía a ellos les sienta bien el saber que son la pareja más envidiada de todas.

Lo cierto es que Elizabeth brilla gracias a Abraham. Ella es más bien el tipo de mujer inteligente, estudiosa y complicada que no se deja llevar por opiniones ajenas, pero al verse acortejada por alguien que al parecer la quería, le interesaba y era el chico más atractivo no tenía nada que perder, a excepción de su virginidad.

Está vez regresé a mi casa con lentitud y comodidad. La calle estaba nublada y una brisa me socorría la bruma facial. Caminaba por las calles empedradas de Tepic, sin prisa, con los audífonos puestos, mi música, un cigarrillo y una coca-cola de lata. Los elementos perfectos que colaboraban para afinir mi tranquilidad. Mis cuatro elementos.

Tenía la casa vacía.

Mis padres trabajaban en la tarde y a veces muy noche.

Mi papá biológico, José Augusto Suárez, era maestro en la universidad y a veces, casi siempre, se ahogaba en el bar que estaba enfrente de la institución.

Mi otro papá, el novio de mi papá, Enrique Acosta Olmo, acostumbraba a llegar tarde porque era el asistente personal de un diputado, según importante, pero la verdad es que no le pongo mucha atención a asuntos sociales. Mi mundo son mis alucinógenos y ella.

En mi casa me dan lo necesario pero no lo suficiente: dinero, comida y libertad. Nadie en mi casa se da cuenta que necesito atención, siempre trato de llamarla sacando buenas calificaciones, incluso hasta he decorado mi habitación con marcos gigantes de mis múltiples diplomas y reconocimientos, pero no creo que les interese entrar a ella, así que mejor dejo atrás mis intentos y pongo todas mis intenciones en mi chica ideal.

Durante la tarde-noche me aburrí de ver películas pornográficas y chatear, así que me di una vuelta por el parque.

Había niños jugando, abuelos medio dormidos o medio muertos más bien y mis amigos, que sorpresa.

Estaban en lo más recóndito del parque, casi en el pantano, fumando, buchaqueando y bebiendo en silencio, aunque bien sabía que era una fiestesilla de aquellas a las que etiquetaban como cotorrear  por no decir que era un pisto; no podía ser pisto porque era una vía pública.

-¡Hey Sammi! te estábamos esperando- dijo uno.

-¿Ah sí? ¿Y porqué no fueron a mi casa mejor?

-¡Nooooo! cómo cres we, no nos vayan a pegar el chile tus mamis.

-Pareces pendejo, chris.

-Jajajajaja, tranquila mujer, sabes que te amamos. Ven, siéntate.- dijo el mismo chris dándose una palmada en la parte superior del muslo con una pipa en la otra mano.

-Déjate de cosas we, ¿mañana hay billar?

-Simón, ahí te vemos.

-Ya está, nos vemos entonces.

Me alejé caminando, apretando los puños para evitar a toda costa la tentación de regresar y doparme con ellos. Quería dejar el vicio atrás, pero lo cierto es que no podía, me moría por inhalar un poquito más.

Corrí con euforia a mi casa, buscando por todos lados una bolsita de coca, marihuana, crack, pingas, ¡mínimo tabaco! lo que sea era bueno, me estaba ahogando en un vaso de agonía con limón.

Por fin, santa marihuana hija de Dios, apareció el diminuto paquete en una caja de zapatos. Con ansias coloqué la marihuana en una canala, bien dispersa en el papelito que hasta parecía amor. Me puse a fumar en el balcón de mi casa, admirando la oscura noche, ya con un poco más de tranquilidad.

Me recosté en mi cama para leer un poco, ya iba en el capítulo quince de Malas gotas y veneno contra la virgen Sofía. Era uno de mis libros favoritos y era la cuarta vez que lo releía. Primero para conquistar a Elizabeth, fue una recomendación suya, después por mero gusto. La trama era tan ficticia que te imaginabas los dragones, las princesas y los zombis de materia astral tan tangibles que te producía un vicio casi tan fuerte como el de Mary Jane. Era mi artilugio más valioso.

Siete Días en ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora