Día Siete

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madrugada 7

rogando al cielo, al infierno y al Partenón al mismo tiempo que un coche pasara y nos acogiera para irnos lejos de ése maldito.

A lo lejos alcanzamos a ver las luces de un auto con dirección en la que íbamos pero éste comenzó a dirigirse a nuestros cuerpos en alta velocidad sin intenciones de frenar, quería atropellarnos, asesisarnos, disparar, era Abraham.

Comenzamos a correr en distintas direcciones para evitar que el auto nos pasara por encima pero éste ya estaba cerca de nosotras, nos desviamos por un acantilado pequeño y decidimos escondernos ahí, pero Abraham nos encontró y nos pateó, literalmente, por la espalda.

Sacó una pistola y me apuntó al corazón.

Vi toda la escena en camara lenta.

Abraham cargó la pistola y volvió a dirigirse a mí, sonrió con maldad y cerró los ojos como para amortiguar el ruido del disparo pero se topó con la sorpresa de que el acantilado era tan frágil y pequeño que la tierra se desmoronó en un segundo haciéndolo caer al vacío tan lleno de rocas sin posibilidades de sujetarse de nada, en ése segundo él también se dio cuenta de que iba a morir y Elizabeth se dio cuenta de que tenía todas las intenciones en matarme como su última voluntad, ella me jaló del tirante y me movió hacia un lado lo suficiente para que el disparo le llegara directo y exacto a su triste corazón.

Vi caer y morir a Abraham un segundo pero al instante me giré con Elizabeth para cargarla entre mis brazos.

-Elizabeth, Elizabeth ¿por qué lo hiciste? ¡Hay mi amor!-le dije llorando.

-No llores, mi princesa.

-¿Por qué me haces esto?

-Porque te debía la vida.

-No te duermas mi amor, te sacaré de aquí, resiste.

-Ya no puedo Sammi.-me dijo con la cara empapada de lágrimas.

-No mi amor, te sacaré de aquí. ¡Ayudaaaa! ¡Auxiliooooo!-grité con todas mis fuerzas.

-Sammi, si te sirve de algo, quiero que sepas... que nunca me acosté con nadie. Tú fuiste la primera. Y la última con la que quise hacer el amor.

Me quedé callada, ella no podía estar mintiendo a estas alturas.

-No te despidas, no aún mi amor.

-Te amo Sam.

-Yo... también te amo, mi princesa. Mi dulce Elizabeth.

Ella sostuvo una última sonrisa y cerró sus ojos. Los cerró como cuando me besaba la boca o la frente, los cerró como cuando le daba un trago a la cerveza fría, cómo cuando escuchaba su canción favorita, como cuando fumaba marihuana, como la primera vez que la vi dormir; sólo que esta vez fue para siempre.

Elizabeth murió en mis brazos y yo morí con ella. Sentí que el alma se me despedazaba en mil partes que se perdían por separado en el vacío del espacio para no encontrarse nunca, tenía el rostro inundado en dolor, sangre y lágrimas. Le tomé el pulso pero éste ya no existía.

Le besé las manos como a ella le gustaba una y otra vez, le bese la frente y junté su cuerpo muerto con mi hipotálamo en el mismo estado, le besé la boca y las mejillas, detuve el tiempo y el espacio por un instante para hacerlo durar por siempre. Sentí poco a poco como me moría y me desvanecía en la niebla de la madrugada, creí sentirme en el tunel con la luz al final del camino, pero eran mis oídos aturdidos, mi cuerpo entumecido y unas linternas que me alumbraban desde arriba del acantilado. Habían llegado por nosotras y habían llegado tarde.

Era la policía.

Nos encontró a Elizabeth y a mí tiradas en un monto de tierra bañadas en sangre y sudor, bajaron y me ayudaron a subir para meterme a la patrulla. Sacaron el cuerpo de Elizabeth y la metieron a la cajuela de otra patrulla envuelta en una sábana blanca.

Las patrullas estaban investigando el caso de la desaparición de dos adolescentes de diecisiete años que tenían ocho días extraviadas. Me topé con la sorpresa de que mis padres nos estaba buscando a las dos y el papá de ella había dejado la ciudad en cuanto ella no volvió. Mi papá tenía muchas influencias y bajo intuición pidió y pagó para que buscaran en prostíbulos, pueblos, ranchos y en la frontera. Ellos no sabían del prostíbulo clandestino en el que estábamos porque se encontraba en una calle escondida e improvisada que era utilizada mayormente como atajo hasta otro pueblo, con la coincidencia de que iban a investigar otra cantina de ése pueblo y tenían que usar ése atajo. Encarcelaron a los dueños del negocio y liberaron a todas las reclutas. A mí me encontraron al ver que el carro de Abraham se había impactado contra un poste, y al detenerse me escucharon gritar por auxilio. Yo no mencioné que nadie se había preocupado por recojer el cuerpo de ése maldito pero los noticieros lo hicieron saber más tarde.

Me llevaron a mi casa y me introduje en mi cuarto para estar a solas, ducharme y morir. Deseaba morir. Mi vida ya no tenía sentido porque ella era mi vida entera.

Destrocé libros, golpee mis muebles, destendí la cama y caí rendida en el suelo hecha un mar de llanto hasta que mis papás entraron a la habitación y me abrazaron como nunca lo hacían. Me metí a bañar y dormí un buen rato olfateando mis cobijas que aún guardaban su olor, terminé de leer los diez capítulos que me faltaban del único libro que no destrocé sólo por ser un obsequio de Elizabeth y traté de llevar mi vida normal, pero aún no sé como hacerlo.

Siete Días en ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora