La escondían unos rosales verdes, con pinceladas de rojo, totalmente vivos. Parecía que con sólo estar presente, ella desprendía vida, parecía que alegraba la existencia, parecía que le alegraba su eternidad, ésa de la que era esclavo.
Sus pies descalzos se apegaban a la tierra, acariciados por la hierba y el rocío de las primeras horas de la mañana. Era la hija que retornaba a sus más primeros orígenes, y era su cuna quien la recibía con los brazos dispuestos para acogerla en su seno, para cuidarla y guardarla de los seres que pudieran atentar contra su pureza y bondad natas.
Podía apreciar la curva de su espalda, sus huesos marcándose bajo la piel que escondían unos ropajes de hilo blanco. Su largo brazo se extendía cuan largo era hacia el suelo, acariciaba los pétalos de alguna flor dichosa con delicadeza y ternura, y les susurraba cantos celestiales, venidos desde su más dulce corazón. Otras veces era el mismísimo barro, avenido entre sus manos, tembloroso y sabiéndose afortunado de encontrarse a disposición de su sensible tacto.
Y luego danzaba para él, o puede que sólo fuera en su imaginación, y la danza era en realidad para ella, para toda la natura que la envolvía y que la hacía parecer tan viva, tan infinita, tan suya y exclusivamente suya y de nadie más, ni siquiera de él.
Perséfone no le pertenecía a nadie, sólo al suelo en el que se mantenía firme sobre sus pies, sólo podía ser la posesión de aquel ser que la dejara ser libre, sólo correspondía a la tierra.
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Perséfone o «La Diosa de los Infiernos»
Ficção HistóricaEl rapto de Perséfone, o de como llega y se va la primavera