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Siempre sería su mayor debilidad, su más evidente flaqueza. Aquello que sentía en el pecho cada mero momento que aparecía en sus pensamientos no le hacía pensar lo contrario. Y a pesar de su consciente eternidad, su saber imperecedero, no podía evitar sentir calambrazos en todo su cuerpo, en toda su inmortalidad, que le hacía sentirse tan muerto, tan desesperado, cada vez a un mayor nivel, haciéndole llegar a creer que podía extinguirse en cualquier momento.

Por eso decidió moverse, avanzar hacia ella con movimientos ágiles y silenciosos, seguro de sí mismo en ellos, a sabiendas de que su acecho sutil era tan imperceptible que ella jamás hubiera podido huir. Sin embargo, su mirada de ojos marrones lo paralizó. Era la primera vez que osaba apreciarla tan de cerca, y qué decir que la visión no le decepcionó, creyó haber estado mirando un viejo retrato durante demasiado tiempo antes de contemplarla de verdad.

Restaría como testigo de la atrocidad acometida un lirio sobre la hierba. El mismo lirio a punto de marchitarse que Perséfone había intentado recoger del suelo. El mismo lirio que ella había soltado de entre sus dedos, al colocarse delante de ella tan atroz figura. El mismo lirio que podría confesar la mirada de los ojos pardos que él había visto, la que ella había mandado como un mensaje de bondad y confianza. El mismo lirio que las ninfas entregarían a Deméter.

El mismo lirio que sería el testigo del rapto de Perséfone.

Perséfone o «La Diosa de los Infiernos»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora