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Hola, mi nombre es Eddie Charleston y soy un niño normal. Completamente y absolutamente normal.
Aunque mi familia te diga lo contrario, no soy para nada nervioso, simplemente soy curioso.
¿Qué por qué encerré a nuestro perro en un armario durante tres días? Pues para ver cómo sobrevivía.
¿Qué por qué escalé al tejado con mi hermano pequeño Zack? Para saber cómo se sentían los pájaros.
¿Qué por qué le tiré a mi hermano de ese tejado?
Pues... bueno, no tengo excusa para eso... tal vez si soy un poquito nervioso. ¡Pero que conste que mi hermano solo se rompió el brazo!

Lo que te voy a contar es algo difícil de creer, algo que podría ser perfectamente producto de la imaginación de un niño de doce años con hiperactividad... pero no lo es. Es algo real y escalofriante y horrible. Supongo que todo comenzó el tercer día de verano...

-¿Te lo vas a comer?-me dijo Mike.

Mike ha sido mi mejor amigo desde siempre. Aun siendo muy majo, tiene un problema con la comida. Es un niño con el pelo castaño, ojos pequeños y negros como la pez, nariz grande y chata y tiene una cabeza extrañamente redonda. A demás es alto y regordete.

Bueno, pues estábamos sentados junto a nuestras bicicletas en la Plaza Roja. La Plaza Roja es una pequeña plaza en el centro del pueblo.
Normalmente quedo ahí con mis amigos, dado que hay una heladería. Nos habíamos comprado helados, yo uno de chocolate y Mike lo mismo solo que con dos bolas, y los estábamos devorando mientras esperábamos Sophie.

Ella es otra de mis mejores amigas. La conocí hace unos años cuando se mudó a la casa de al lado. Desde que la conocí nos hemos llevado muy bien y cuando empezó a ir a mi instituto nuestra relación mejoró aun más.

Sophie no tardó en aparecer con su bici rosa chillón. Nos saludo con una mano y se nos acercó sin dejar de sonreír.

-¡Hola!

Ella era alta y delgado. Sus pelo era rubio y liso, pero siempre lo llevaba recojido en una coleta y medio escondido por su gorra del equipo de baloncesto de Arkansas. Mike y yo la solíamos chincha con el hecho que casi parecía un chico. Tenia unos ojos grandes y verdes. Su nariz era algo afilada y sus labios eran de un color rosado y carnosos. Su piel dejaba a la vista que era verano con un envidioso bronceado.

La saludé de vuelta. Mike estaba tan concentrado en su helado, que ni se dignó en mirarla.

-¿Qué queréis hacer?-preguntó Sophie mientras apoyaba con cautela su bicicleta en el suelo.

Le di un mordisco al cucurucho y le expliqué (salpicando comida por todas partes) que íbamos a ir a la Senda de Tierra.

La Senda de Tierra es una pista de bicis a la que todos los niños de mi pueblo solían ir. En verdad solo era un grupo de montículos de tierra, pero era lo más cerca que había a una pista para de bicicletas.

Sophie puso los ojos en blanco al oír eso.

-¿No podemos ir a otro sitio?- rechistó-. ¡Siempre vamos ahí!

Mike rió.

-Si vamos siempre es porque es una pasada-replicó-. He oído que unos niños mayores han derrumbado parte de un montículo para hacer una rampa más grande.

-¡Yo también!-dije emocionado-. ¡Hay que probarla!

Sophie bufó y accedió regañadientes.
Sin esperar a que Mike acabase su helado, nos montamos en nuestras bicicletas y pedaleamos con fuerza.

Cruzamos la Plaza Roja y bajamos por la calle principal esquivando a los peatones y pasamos la zona urbana sin aminorar el paso. Finalmente llegamos a un descampado de un soso color arena que atravesamos rápidamente, y por fin llegamos a un estrecho camino de piedra que desembocaba en la Senda de Tierra.

Mike se bajó el primero en bajarse sin dejar de chupar su helado.

-¡No hay nadie!-exclamó con júbilo.

Yo señalé a un gran montón de tierra.

-¡Mira!-dije sonriendo-. ¡Era verdad!

Me monté en la bici y comencé a pedalear hacia el montículo. Pasé por encima y salí disparado hacia arriba. Por un momento me quedé en el aire, pero la gravedad ganó la batalla y caí hacia abajo. Conseguí aterrizar sin caerme.

-¡Que guay!-grité emocionado.

Volví a pedalear de nuevo hasta Sophie y lo repetí de nuevo. Mike no tardó en unirse a la diversión. Sophie, en cambio, se sentó en una roca y, tras murmurar algo que sonó muy parecido a "inmaduros", sacó su móvil. 

La tarde transcurrió muy rápido y para cuando nos dimos cuenta ya eran las cinco. Pero es lo que suele pasar en verano, el tiempo siempre vuela.

Subí de nuevo hasta Sophie y me preparé para tirarme una última vez. Mike se colocó a mi lado y se bajó de su bicicleta.

-¿Te empujo?- preguntó.

Yo asentí con la cabeza y Mike se puso detrás mía. Sophie alzó la mirada de su movil y nos observó curiosa.

Mike se echó hacia atrás y me empujó con todas sus fuerzas. Pedaleé cómo alma que lleva el diablo hacia la rampa. Salí volando a través de toda la Senda de Tierra y aterricé con dificultad en la otra punta.

Deje sonar un gritito de júbilo y me volví hacia mis amigos, pero, al ver su expresión, me quedé de piedra.
Los dos me estaban gritando algo, pero yo estaba demasiado lejos como para poder entenderlos.

-¡No os oigo!

Sophie colocó sus manos a modo de altavoz en torno a su boca y volvió a gritar algo

-¿¡Qué!?

De repente ella señaló algo a mis espaldas. Me giré algo asustado esperando lo peor. Corriendo hacia mi entre unas altas hierbas secas, había tres enormes perros negros.

Yo ya había oído hablar de que había una jauría de perros sueltos por el bosque, pero nunca me lo había llegado a creer. Para mi los perros eran las dulces mascotas que paseaban por el vecindario, no un grupo de animales despiadados. La verdad es que, tras este incidente, no volví a mirar a mi perro Rex de la misma forma.

Comencé a circular cómo loco hacia mis amigos. Rodeé los montículos lo más rápido que pude y seguí mis colegas, que se habían montado en sus bicicletas y pedaleaban fuertemente a través del descampado

De pronto me di cuenta de una cosa. Si los perros me perseguían a mi, mis amigos no tenían que sufrir por ello. Giré hacia la izquierda y cogí otro camino hacia el linde del bosque.
Escuchaba a los perros aullar y ladrar a mis espaldas. Mi corazón amenazaba con saltarme del pecho con sus rápidos latidos. La boca se me empezó a secar y tragué saliva a duras penas.

El bosque era bastante oscuro y lúgubre, ya que los frondosos árboles tapaban la luz del sol. Yo intenté no pensar en las escalofriantes historias de terror que había oído sobre ese lugar. El bosque Green Savage siempre había sido un hervidero de fábulas escalofriantes.

De pronto escuché a algunos de los perros gemir asustados. Miré hacia atrás y vi que sólo un perro me seguía. Seguí pedaleando sin parar, pero cuando volví a mirar el perro y no estaba.

-¿Qué?

De pronto mi bici se quedó atrancada con algo y caí hacia adelante, saliendo despedido y golpeándome la cabeza con fuerza contra el suelo.

No entres en el bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora