28 de agosto de 2015

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Era un día muy bonito, hacía un tiempo espléndido, ni calor, ni frío, era de esos días que daba gusto estar fuera de casa sin morirse de calor bajo el sol. Estaba jugando a lanzarle la pelota a mi precioso perro Labrador, Leo.

Mi padre me había regalado ese perro el día que mi madre le pidió el divorcio, según él era una muestra de que iba a estar ahí a pesar de todo. Al principio a mí no me gustaba el perro, no me daba cuenta de que tener algo cerca de mí que perteneciera a mi padre sería más importante que jugar a las muñecas. Con el paso del tiempo, echaba de menos a mi padre, y me acercaba más a Leo, le daba de comer, lo duchaba, le daba paseos..

Un día mi padre regresó a casa de mi madre, ella estaba enferma, tenía una gripe muy fuerte, y como ella tenía problemas en los pulmones le resultaba muy difícil poder respirar. Mi padre a pesar de estar divorciado de ella venía a visitarla a menudo a casa, le traía sus medicinas, le preparaba la comida, le ayudaba a ducharse, ya que ella estaba muy débil y no se sostenía de pie, y le ayudaba a pasear por fuera de casa.

¿No os recuerda esto a algo? Era lo mismo que yo hacía con Leo..

Os preguntareis por qué mis padres se había divorciado, pues simplemente porque mi padre se dedicaba muchísimo a su trabajo como fotógrafo y no le prestaba tanta atención a mi madre. Ella pensaba que él se había olvidado del amor que se tenían y a pesar del dolor que sentía le propuso el divorcio. Mi padre se sorprendió bastante, ya que él la quería demasiado, pero presentía que ella a él no.

Una tontería, ¿verdad? Para mí también lo era, sobre todo al ver que mi padre no se olvidaba de ella.

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