Una nube de polvo, un grito de muerte

104 7 9
                                    

El eterno páramo se extendía hasta donde abarcaba la vista. Nada se se levantaba sobre él. Sólo toneladas de arena mecidas sin rumbo por el viento, como el hombre que caminaba sobre ellas Llevaba mucho camino andado a juzgar por el estado de sus ropas, que dejaban ver trozos de piel morena a través de los jirones. A su espalda cargaba con una hermosa silla charra con hebillas de oro.

El hombre avanzaba impasible, en la más absoluta soledad. Hacía días que no veía a otro ser vivo. Desde que había muerto su caballo su única compañía era el aullido de los coyotes por las noches y los restos de piel de serpiente que se descomponían en el camino.

Así transcurrían los días y las noches, avanzando sin mas descanso del necesario. Una mañana, cuando el agua de su cantimplora estaba a punto de acabarse, le pareció ver en la lejanía unas formas regulares. Al mediodía esas formas eran claramente construcciones humanas y al atardecer pudo ver un cartel en el que se leía

BLACKLAKE
Pob. 280 almas

Desde luego la ciudad no parecía albergar ni cerca de esa cifra, muchas casas estaban en un estado ruinoso, a punto de derrumbarse. No se veía un alma por la calle, el único signo de vida provenía de lo que debía ser el saloon, el único lugar iluminado y del que salían gritos y ruidos de vasos chocando acompañados de música de pianola. Hacia allí encaminó sus pasos el recién llegado. Metió la cabeza en el abrevadero de los caballos y bebió unos dos litros de agua, hasta que se sintió saciado, entonces entró.

Como el resto de la ciudad, el saloon había conocido tiempos mejores. Varias de las mesas y sillas del local estaban rotas, sin duda eran el resultado de alguna pelea que el dueño no había querido o no había podido evitar. En el piso de arriba, donde debían estar las habitaciones de las chicas, la barandilla estaba rota en varios puntos y alguna de las habitaciones ni siquiera tenían puerta. Lo único que gozaba de buena salud era el expositor de bebidas, a rebosar de botellas de lo que debía ser whisky. En aquel momento una veintena de hombres bebían, fumaban, jugaban a las cartas y manoseaban a la media docena de chicas que pululaban por el establecimiento, ligeras de ropa, alguna incluso sin nada que cubriese sus pechos.

Todo el mundo estaba ocupado, quizá por eso no pudieron ver al extranjero que acababa de entrar.

El viajero fue hacia la barra, tras la que encontró un hombre de mediana edad y estatura, bien vestido y con una prominente calva. Dejó la silla en el suelo, pidió un bourbon y algo de comer.

- Sólo queda algo de cecina seca. - Le informó el camarero mientras le llenaba un vaso de bourbon.

- Me vale. - Contestó el extranjero.

El camarero le sirvió un plato un plato de cecina dura como una piedra que no se habría tragado ni una cabra, pero el extranjero la mascó sin importarle, ayudándose del bourbon, que le quemó el gaznate con el primer sorbo.

- ¿Que le trae a nuestra humilde ciudad? - Preguntó el barman.

- Negocios. - Contestó lacónicamente el recién llegado.

- Vaya, hacía tiempo que nadie tenía negocios en Blacklake. - observó suspicazmente el camarero - ¿A qué se dedica?

- Soy comerciante.

El camarero le lanzó una mirada inquisitiva al extranjero, sus pantalones desgastados, su chaleco sin botones, el poncho rasgado y el sombrero agujereado no le daban aspecto de comerciante, al menos no de uno acaudalado. Le dijo:

- ¿Puedo preguntar de qué?

- De plomo.

El extranjero terminó la cecina, se limpió la boca con la manga de su camisa raída y dejó un dólar en la barra.

- ¿Dónde puedo pasar la noche? - Preguntó al barman.

- ¿Tiene dinero? - Preguntó a su vez el camarero mientras tomaba el dólar que acababa de ganar.

- No mucho.

- El establo está al final de la calle, a mano derecha. Dígale a Atticus que va de mi parte, así con suerte no le echará a patadas.

El extranjero iba a salir del local, dispuesto a disfrutar de un reparador sueño entre la paja, cuando una de las chicas del saloon reparó en el. Quizá atraída por la novedad o por la esperanza de dinero fácil, se zafó del garrulo con el que estaba tonteando y en dos zancadas estaba agarrada del brazo del extranjero.

- Vaya, mira lo que ha traído el viento. Carne fresca en la ciudad. - Dijo retozona, lanzando una mirada al extranjero que era de todo menos inocente. - ¿Te gustaría disfrutar algo de la hospitalidad sureña, guapo?

Antes de que el extranjero pudiera apartarla de su lado, el extranjero escuchó a sus espaldas un brutal rugido inundó la taberna.

- ¡Eh tú, forastero!

El que había dado aquel grito no era otro que el pretendiente despechado de la prostituta. Un mejicano obeso que no veía con buenos ojos que lo dejasen plantado.

- No sé de donde vienes, pero aquí no tenemos por costumbre robar las mujeres de otros.

El ruido y el jolgorio que unos instantes antes inundaba el local se había apagado por completo. Todos habían enmudecido, expectantes para ver el resultado de la trifulca, previsiblemente malo para el extranjero.

- No tengo ningún interés por esta chica. - Dijo el recién llegado sin siquiera volverse para mirar a la cara de su adversario - Ni por tener problemas contigo.

- Date la vuelta. - Mandó el mejicano.

El extranjero obedeció sin mucha prisa.

- Eso está mejor, que no se diga que Toribio Rentería no mata a los hombres de frente.

Antes de que terminara de decir estas palabras la gente ya se había apartado de los dos contendientes y se agazapaba a la espera del brutal desenlace.

El mejicano se contoneó, riendo seguro de su victoria.

El extranjero resopló aburrido.

El que decía llamarse Toribio Rentería lanzó una mano rápida como un rayo hacia el revolver que colgaba de su cadera, con una velocidad impropia de su forma física. Todavía estaba la pistola mirando al suelo cuando, en la mano del extranjero, ya brillaba un pequeño Derringer niquelado apuntado hacía la prominente panza de su enemigo.

El Derringer vomitó una descarga de pólvora con un ruido inesperado para su pequeño tamaño, alojando un proyectil en el torso de Toribio Rentería, que se desplomó en el suelo antes de saber lo que le había pasado.

Las gentes de Blacklake se abalanzaron sobre el herido pero ya era tarde. El mejicano yacía muerto en el suelo del saloon.

Sin dar la espalda a nadie y con una segunda bala en la recámara de la pequeña pistola apuntando a la multitud, el extranjero avanzó de espaldas a la puerta de la taberna, atravesándola y perdiéndose en la noche con su silla a la espalda.

El viento que nunca duerme Donde viven las historias. Descúbrelo ahora