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El salón del concurso parecía de otro mundo, el niño no pudo evitar sentir asombro pero hizo lo posible por no demostrarlo. Ni siquiera había hojas sobre las carpetas, y éstas eran blancas, de un material que parecía plástico pero se sentía muy resistente. El niño buscó su número, se sentó en la carpeta que le correspondía. Ahí entendió el asunto: la mesa de la carpeta no era tal, sino una pantalla, y tocaba usarla con un "lápiz" de plástico que estaba ahí mismo, anclado. El asombro se notaba en la cara de todos los participantes. El niño miró rápidamente a la pantalla apagada para usarla como espejo y descubrió aliviado que no tenía la misma expresión atontada de los demás. "No dejes que los demás lean tus emociones" pensó. Luego, al levantar la mirada notó que había otra persona que tampoco se veía asombrada o perturbada por la tecnología. Era la niña que le había arruinado el discurso hacía unos momentos. ¿Estaría conteniéndose como él, o será que ya antes ha visto cosas como esta? En otra ocasión su ropa habría delatado su posición social, pero para el concurso todos iban de uniforme escolar. Ni siquiera el peinado daba alguna pista: muy respetuosa ella, llevaba solo una cinta blanca en el cabello.

Sonó una campana, luego una melodía simple. No se podía ver altavoces por ningún lado, el niño intuyó que debían estar incrustados en las paredes. Giró la cabeza para tratar de triangular la ubicación pero fue inútil, el sonido rebotaba mucho y sólo duró un momento.

"Todos los participantes, por favor tomen el stylus, es el lápiz electrónico que está insertado a un lado de la pantalla en su carpeta, y prueben a escribir algo"

Esta vez, la voz habló suficiente tiempo como para ubicar el altavoz. El niño inmediatamente miró hacia arriba, notando que las luces fluorescentes estaban bajo una cubierta transparente con rejilla. Lo que hacía posible que estuvieran instalados ahí los altavoces, y no sólo eso, sino que también podía haber micrófonos, y cámaras. Esa última idea hizo que bajara la mirada inmediatamente. Hizo lo que indicó la voz, tomó el stylus y lo acercó a la pantalla...

- ¡Oh...!

Esta vez el niño perdió la batalla consigo mismo y no pudo ocultar la sorpresa. La pantalla se encendió al momento que acercó el stylus, sin previo aviso. Miró a todos lados, vio que nadie se había dado cuenta de su sobresalto porque todos habían reaccionado igual excepto ella. Sí, otra vez la vocecilla cantarina, una risa adorable pero burlona. Al menos no se burlaba de él, sino de todos, aunque no pudo evitar sentirse molesto.

Ahora estaba seguro que la niña ya había usado esta tecnología antes, y por lo tanto jugaba con ventaja. Además, debido a lo que había ocurrido en el patio, la consideraba una rival de cuidado. "Ella no es como los demás" pensó el niño, mientras escribía y dibujaba cosas en la pantalla, tratando de acostumbrarse.

Otra vez la campana y la melodía. Y luego la voz:

"Bien, ahora que ya se acostumbraron a la pantalla, quiero que se fijen en los botones al lado de la pantalla. Son para cambiar de página, si llenan una hoja, solo tienen que pasar a la siguiente, y si necesitan leer lo que escribieron antes, pasen a la página anterior. El número de páginas es ilimitado. Por favor, prueben el funcionamiento y si tienen alguna pregunta solo levanten la mano y díganlo en voz alta. El concurso se iniciará en diez minutos."

Ahora el niño estaba seguro que había cámaras y micrófonos. Se preguntaba si los demás niños habían llegado ya a la misma conclusión. De la niña ya no tenía dudas: Ella lo sabe, por experiencia o por deducción.

El niño probó los botones de cambio de página, notó que en la parte superior de la pantalla aparecía el número de la hoja actual, avanzó unas cuantas, hizo unos rayones, retrocedió, volvió a avanzar, sus rayones seguían ahí. El niño entendió que si cada trazo en esa pantalla era registrado electrónicamente, entonces cabía la posibilidad de que monitoricen absolutamente todo lo que se escribiera ahí, y quien utilizara métodos mnemotécnicos o trampas matemáticas para resolver esta prueba quedaría delatado aunque intentara borrar luego sus procedimientos. Realizar tal vigilancia sería muy engorroso pero la posibilidad estaba ahí. Y por supuesto no había ninguna regla escrita contra las mnemotecnias o atajos matemáticos pero se sintió tranquilo de saber que no necesitaba recurrir a ellos.

De hecho, se sintió orgulloso. Nunca había usado -ni necesitado- atajos mentales en toda su vida. "¡Soy un dios!" -se dijo a si mismo el niño, en voz baja.

Y con ese pensamiento se dispararon los recuerdos, experiencias propias de su edad pero retorcidas con amargura. Como la vez que había que elegir la profesora para su salón y la candidata más antipática ofreció aumentar la duración del recreo. El niño sabía que era una promesa falsa, porque sólo la dirección, y no los profesores, podía hacer ese cambio. Trató de explicar a sus compañeros de clase que estaban siendo estafados pero todos se aferraron a la mentira y votaron a favor de ella. Luego de que todos se burlaran del niño por ser el único que votó en contra, la profesora antipática fue asignada a su salón y procedió a olvidar su promesa. Ese día el niño aprendió algo: "absolutamente todos están en mi contra."

Unas semanas después todos sus compañeros, que habían estado en su contra, venían a decirle que estaba en lo correcto, que al final él tuvo razón y a pedirle que los ayude a deshacerse de la profesora antipática.

"¿Primero me odian y ahora me piden ayuda?" -pensó- "¿Y además creen que yo puedo deshacerme de ella? ¿Creen que tengo poder para cambiar una decisión acatada por la dirección?" -siguió pensando-

La actitud de sus compañeros de clase le recordó la forma en que veía a los adultos hablar de dios. Cada que les iba mal en el trabajo renegaban de él y lo culpaban de todas sus desgracias, pero cuando la situación se ponía realmente mal, rezaban pidiéndole ayuda.

Luego de varias situaciones similares, un día que le volvieron a pedir ayuda les contestó "¡Si, claro, soy un dios!"

A pesar de su arrogancia, cada que el niño pensaba, susurraba o exclamaba "Soy un dios" no lo hacía con vanidad, sino con sarcasmo. A sus diez años ya necesitaba una dosis de ironía para soportar la vida diaria.

La noche en la que el monstruo lloróDonde viven las historias. Descúbrelo ahora