Vivo... otra vez.

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Mordred era un chico con problemas.

Tal vez abusaba demasiado del color negro —esto no era malo, resaltaba mucho sus ojos—, odiaba asistir a clases que no le interesaban y, tal vez, solo tal vez, le había mentido al consejero escolar del colegio sobre el por qué no tenía amigos. El infeliz pensaba que era tímido.

¿Tímido? Qué buena broma.

Está bien, tendía a sentarse solo en una esquina de la cafetería, pero no era como si fuera a tomar alcohol tan temprano, o fumar, ugh, detestaba el tabaco. La mayoría de las veces pasaba el tiempo con apps de jueguitos estúpidos, redes sociales o leía un ebook interesante mientras comía papas fritas y tomaba agua. No estaba tan desviado.

Pero el mayor problema de Mordred era que no pertenecía a aquella época en absoluto. Y su nombre, desde luego, no era Mordred.

"¿Cómo podía ser esto posible?". Esa sería la primera pregunta que se haría unos meses antes, cuando cumplió diecisiete y su estúpido yo —el que realmente era un chico de los suburbios que acababa de cumplir diecisiete—, decidió que era buena idea ir a un bar y emborracharse con su mejor amigo Paul, un chico con el que ya casi no hablaba desde entonces.

Aquel día, aquel desafortunado y maldito día, se había levantado sintiéndose un hombre. Se había mirado al espejo, sonriendo estúpidamente a su cuerpo bien formado gracias al deporte y la buena alimentación proporcionada por sus padres. Mordred aún se sentía extraño de ese hecho, tener padres.

En fin, ese día también había tomado un buen desayuno y salido de su casa para ir a la escuela. Estaba en su último año del colegio y era viernes, además de su cumpleaños, el verano comenzaría en breve y no tendría que preocuparse más, puesto que ya tenía un lugar seguro en la universidad para estudiar una carrera muy buena en historia. Siempre había sido bueno en historia; basura del destino, suponía.

Las clases transcurrieron tranquilas, ligeras y pronto se encontró arreglándose en su casa. Una chaqueta de cuero, jeans negros rasgados de una rodilla, una floja playera de las reliquias de la muerte. Desde luego, le encantaba el tema de la magia, Harry Potter, El Señor de los Anillos, la era artúrica. En retrospectiva, Mordred había sido un chico normal y sano.

Un chico llamado Alex Druid.

Tantas coincidencias y jamás las habría notado de no ser por los sucesos de esa noche en la que llegó al bar tan emocionado, esperando a su mejor amigo. Se quedó afuera, el aire frío acariciando su cara y se arrebujó en su chaqueta para mantener el calor.

Una risa se extendió hasta sus oídos y Mordred no había podido evitar mirar en esa dirección, atraído por algo en aquella voz. Era de un chico alto entrando al bar, solo pudo ver la espalda de la chaqueta marrón mientras desaparecía en el interior. Al parecer todo el que entraba allí se divertía, así que no podía esperar. Paul llegó momentos después, palmeándole el hombro.

—¡Creí que te acobardarías! —Le dijo con una sonrisa.

Ambos entraron al bar y se acercaron a la barra. Las bebidas llegaron después. Mordred estaba feliz de haberse atrevido a ir, en ese momento no parecía que iba a arrepentirse.

Entonces miró al otro lado de la barra y fue atrapado por unos ojos azules como zafiros pulidos que le miraban fijamente. Por un instante, pensó que aquel chico no le estaba mirando a él, pero cuando se movió ligeramente incómodo y los ojos le siguieron, no hubo duda. Mordred jamás había visto unos ojos así, tan impactantes, pero en cierta forma se sentía como si ya hubiera sido juzgado por ellos antes. El chico parecía recorrerle con la mirada, una arruga en su frente.

Dos vidas, un problemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora