El canto de las aves son suficientes para terminar de despertar por completo a la pequeña Isabel, hija del dueño de la hacienda. Movida por una ligera sensación de júbilo, la niña sale presurosa de la casa, llevando consigo su improvisada libreta y aquel canasto de finos tejidos. Se le ha asignado sólo una labor para esta mañana; recoger aquellos huevos que las atolondradas gallinas dejan por todo el inmenso patio.
En medio del sonar de las carretas, el murmullo de las lejanas aguas del río y el silbido que produce el viento al azotar los árboles, va naciendo en Isabel una peculiar melodía, que ningún otro puede oír. Tan inverosímil es la perfección de los acordes que ella cree escuchar, que con agraciados movimientos se pone a bailar. Sus piececillos parecen volar mientras se desliza por el patio de aquella inmensa hacienda. Solo cuando desde una apartada iglesia, se oyen las potentes campanadas anunciando las 9 horas, la niña es devuelta a la realidad, y corre hacia su cocina, lista para ponerse manos a la obra.
Cuando por fin llega con los ingredientes restantes, el horno ya está encendido. Se sienta a un costado, mientras observa cómo su madre comienza a preparar lo que será el alimento básico de la semana. Le parece una eternidad ver cuanto tiempo se demora Doña Irene en cernir cada montón de harina de trigo. Se marea al ver la cantidad de ingredientes que se le añade, entre los cuales se hallan el inconfundible olor de la canela, y aquellos infaltables toque de manzanilla, hinojo y anís. Así, con el arduo trabajo de una madre peruana, se crea la masa para el pan wawa.
Con cariño, Doña Irene deposita una fracción de la mezcla, para dársela a su hija y que está moldee a su gusto lo que será su propia obra culinaria. Emocionada, Isabel empieza a dar forma a esa moldeable porción de masa. Con sus delicadas manos va dibujando lo que será su rostro, y luego traza las últimas líneas que su creación necesita para parecerse a un bebé. ¡Pero cómo olvidarse! Debe ponerle color a su pequeña. Con pasas, le otorga unos profundos ojos, semejantes al negro de la noche. Con grageas y dulces artesanales, le va dando esos rasgos que la harán diferente a las demás. Al pasar una cuantas horas, el modelito ya está listo para entrar al horno, y por fin, cobrar consistencia. El tiempo de cocción le parece efímero a Isabel, pues cuando recibe su wawa de manos de su madre, salta de emoción.
Doña Irene se lo da con la intención de que sea ese su lonche, no por gusto se ha esforzado en hacerla lo más apetitosa posible. Sin embargo, se lleva una extraña sorpresa al ver la reacción de su hija cuando recibe la muñequita de dulce. Lejos de comenzar a degustarla, la niña se lo lleva a afuera. Sucede que, a pesar de su hambre, para Isabel parece un pecado querer comerse a aquella tierna figura de harina. No, la wawa ha sido hecha a mano por ella misma, por lo cual debe ser cuidada con gran esmero, como si de una muñeca de porcelana se tratara. Poco a poco, casi mágicamente, el trozo dulce de pan que antes solo era un alimento, va cobrando vida junto a Isabel, quien se encuentra encantada de tener una bebé en sus diminutos brazos. Ella, completamente ilusionada, juega a ponerle un nombre, a abrigarla con su colorido poncho, a pasearla por los indescriptibles senderos de su pueblo, donde cada camino de tierra es para la infante la posibilidad de vivir una nueva aventura. ¿Y por qué no? Podría mostrarle a la pequeña wawita las maravillas de nadar en el río...
No obstante, una vez que ambas ingresan al río, aquella magia que antes parecía darle vida a un simple pedazo de pan, desaparece, y en su lugar, solo quedan restos desechos de masa dulce. Con lágrimas en los ojos, Isabel coloca en un manto los restos de la antigua wawa, y va corriendo hacia su mamá.
—¡Mamá Irene!¡Mamá! —grita desesperada.
—¿Que ha pasado mi niña? —pregunta, alertada su madre. Asomándose por la humilde cocina.
—Mi wawa se ha ahogado —dice sollozando—. La he perdido para siempre.
Doña Irene, con una mezcla de ternura y compasión, extiende sus brazos hacia ella, intentando consolar ese llanto desgarrador.
—No te preocupes mi cielo —susurra, su madre—. En unos añitos más tendrás una propia wawa, hecha de carne y hueso. A la cual protegerás con la vida, y pondrás por encima de todo. Eso sí, tendrás que trabajar dia y noche para poder mantenerla feliz. Acabara esa triste soledad, pues cuando llegue a tus brazos, su llanto será tu mejor compañero.
Desalentada por la palabras de Doña Irene, la pequeña Isabel deshace el abrazo. No está lista para que le hablen del significado de la maternidad, a sus escasos años.
—¿Sabes mamá? Creo que mejor me quedo con mis muñecas de trapo —afirma Isa, con elocuencia. Dicho esto, coge una pequeña porción de grageas y se va contenta, diciendo a su paso que se ha convertido en una hada madrina.
~Wawa: Pan dulce en forma de bebe, originario de las zonas andinas de Perú.
He aquí una historia con la que gane el segundo puesto de un concurso literario en mi país, lo quería hacer mas largo pero los requisitos me exigían que fuera muy corto. Tal vez algún día lo termine.
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Gahlia
RandomEscritos que he creado a lo largo de mi vida, y que deseo compartir con ustedes. Muchos inspirados en proyectos de literatura, que ame con todo mi ser. Bienvenidos a mi pequeño alba en el profundo ser de la noche. Atte, Milu🌬 Portada cortesía de @L...