Ciudad Zombie - David Moody
Prólogo
No hubo advertencias ni explicaciones. Estábamos entrenados para
responder con rapidez. Sonó la alarma, y en cuestión de segundos
nos levantamos y nos pusimos en movimiento. La rutina era la misma
que en un millar de simulacros, pero supe inmediatamente que esta
vez era diferente. Supe que era real. Podía sentir el pánico en el aire
de primera hora de la mañana, y en la boca del estómago tenía la
desagradable sensación de que estaba ocurriendo algo que lo iba a
cambiar todo.
En silencio, recogimos el equipo y nos reunimos delante de los
transportes. Vi inquietud e incertidumbre en los rostros de todos los
que me rodeaban. Incluso los oficiales, hombres y mujeres con
experiencia y curtidos en combate, que recibían las órdenes de
arriba, y controlaban y dirigían todas nuestras acciones, parecían
desconcertados y asustados. Su miedo y su inesperada confusión
resultaban inquietantes. Sabían tan poco como todos nosotros.
En escasos minutos estuvimos en camino, y el viaje duró menos de
una hora. La oscuridad previa al amanecer empezaba a desvanecerse
mientras nos acercábamos a la ciudad. Provocamos el caos en la hora
punta, abriéndonos paso a la fuerza a través del tráfico y retrasando a
la gente que se dirigía a sus escuelas, oficinas y hogares. Vi a cientos
de personas mirándonos, pero no me permití mirarles a la cara. Si los
rumores que estábamos empezando a oír eran ciertos, no les
quedaba mucho tiempo. Me forcé a concentrarme en detalles triviales
y sin importancia: contar los remaches en el suelo al lado de mis
botas, el número de cuadraditos que formaba la tela de alambre
sobre las ventanas... cualquier cosa para evitar recordar que en algún
lugar allí afuera, en la frágil normalidad de esta mañana, había
personas que conocía y amaba.
Cortamos por el corazón de la ciudad y salimos atravesando los
suburbios, siguiendo las carreteras generales y las autopistas, que
finalmente penetraban profundamente en el campo verde y vacío. El
cielo era gris y plomizo, y la luz seguía siendo mortecina y sin brillo.
Las carreteras principales se convirtieron en carreteras secundarias,
después en senderos de grava, desiguales y desnivelados, pero
nuestra velocidad no se redujo hasta que llegamos al bunker.
Fuimos de los primeros en llegar. A los quince minutos de nuestra
llegada, el último transporte bajó a toda velocidad por la rampa y se
introdujo en el hangar. Antes incluso de que se parase su motor, oí