Pero sentí que mi sueño no duró mucho... El golpe en el suelo me sacudió. Fue algo súbito y vertiginoso. Como si hubiera despertado repentinamente de un largo letargo. Miré alrededor, luego de intentar reponerme e incorporarme. Solo supe que estaba allí…
La oscuridad reinaba, y llenaba mis ojos con su profundidad. Se me hizo imposible recordar lo que había pasado antes, no pude memorizar ni llevar a mi mente los momentos del viaje previo. Solo era capaz de comprender que me encontraba allí, rodeado de oscuridad. Una oscuridad tan densa y espesa que me abrumaba y penetraba mi cansado rostro.
No podía explicar cómo llegué. Solo recordaba voces, gritos, y la oscuridad. La oscuridad alrededor. Las imágenes llegaban a mi mente de forma intermitente, como súbitas descargas de electricidad.
A tientas intenté encontrar mi cuerpo, registrarme a mí mismo. Allí estaba yo, de cuerpo entero. Quizá eso fue lo que me calmó y me permitió mirar alrededor con detenimiento. Como si el hecho de percibirme de cuerpo entero e íntegro fuera un bien preciado en ese momento de zozobra.
La penumbra parecía eterna, irrompible, solo perturbada por la leve neblina que recorría el aire, y que comenzó a golpearme el cuello erizándome la piel. El frío reinaba, crudo, y fue eso lo que me llevó a detectar que estaba en el exterior, a la intemperie, en un territorio crudo, aterrador y salvaje.
En ese desolado lugar, puedo asegurar, no había ruido. Ni siquiera el más mínimo. Solo mi entrecortada respiración y mis continuos jadeos rompían el profundo y terrible silencio. Nada de voces o guías.
Supe que, quienes sea que previamente me acompañaban, me habían abandonado, por alguna extraña razón. Resultaba difícil razonar, o hacerme cuestionamientos. Solo debía irme. Alejarme. Necesitaba luz. Segundo a segundo, el miedo, devenido de mi inseguridad, de lo indefenso que me sentía y de lo extraño del lugar, fue apoderándose de mí.
Lo primero que razoné con cierta lógica es que debía incorporarme. No fue fácil. Mis músculos estaban agarrotados, rígidos, y descubrí que tardaban en responder las órdenes que mi cuerpo les daba. Comprendí entonces que cualquier simple acción, como el mas mínimo movimiento o giro, en ese lugar, se tornaba más lenta, más difícil y dolorosa.
No tenía noción del tiempo exacto, pero recuerdo que logré ponerme de pie en un lapso relativamente corto. Ya incorporado, adolorido y aterrado, solo tenía en mis planes escapar, dejar atrás la penumbra, ir en busca de un horizonte desconocido pero de seguro mejor que la oscuridad que me rodeaba. Intenté caminar.
Y entonces sentí dolor. Un terrible dolor. No como otros dolores habituales, sino uno que provenía desde el fondo más recóndito de mi cuerpo. Un dolor punzante, desgarrador, indescriptible, que me carcomía desde adentro. Y aunque caí en la cuenta del dolor cuando ya había logrado incorporarme y avanzar algunos metros, éste se apoderó de mí y comenzó a apresar mi humanidad entera, creciendo a cada paso y a cada instante. Era como si me estuviera moviendo luego de haber estado quieto por años, y a decir verdad quizá así fuera, porque, simplemente, yo no recordaba ni lograba comprender cómo había llegado a ese lugar infernal, ni qué había sido de mí en los momentos previos a la caída dentro de ese paradero.
Sudando del cansancio e intentando sobrellevar aquel dolor, me fui adentrando en la oscuridad luego de mis primeros pasos. Solo se distinguían la niebla lejana, mis brazos extendidos como formas apenas divisibles del entorno y el crujiente y desagradable rechinar del suelo tras mi caminar. El dolor al mover mi cuerpo crecía, haciendo de mi caminata una agonía, y, de a momentos, al dar un paso largo o exigirle a mi cuerpo un poco más, emanaba de mi garganta un grito ahogado de dolor. entonces me detenía y, tomando valor, avanzaba unos instantes después. Siempre sin rumbo. Perdido. Aterrado.
El frío comenzó a hacerse más fuerte, más imponente, a llenar el aire con su presencia y a calarme los huesos a medida que mi cuerpo avanzaba hacia la negrura del horizonte. No hallaba luz ni referencia alguna.
Fue en ese momento cuando comencé a preguntarme si en ese extraño paradero yo estaba realmente solo. Si, en mi caminar, iba hacia el encuentro de algo o alguien. Deseaba, sin dudas, que no fuera así.