6.

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—Sois imbéciles... lo sabes, ¿verdad?

Alfred no contestó a su amiga, se limitó a rodar los ojos y a darle otro sorbo a su bebida. Hacía menos de diez horas que había llegado de nuevo al Prat de Llobregat. Tal y como le comentó a Amaia antes de irse, se había levantado a las cinco de la mañana para poder terminar la maleta y llegar a tiempo al aeropuerto para coger el vuelo de las ocho de la mañana dirección Barcelona.

Cuando las luces dejaron de iluminar la estancia la noche anterior, fue incapaz de dormirse. Ahora, con cada uno durmiendo en un extremo de la cama, dándose la espalda, sin mirarse, con mucha distancia entre ellos se le hacía la cama aún más grande y vacía. Y aún que solo la tuviera a centímetros de él, se sentía solo.

Al final no cumplió con su palabra, no abrió la luz de la habitación. Cuando su alarma sonó, la apagó rápido sin que ella tuviese tiempo a despertarse. Se levantó y con la linterna del teléfono móvil en la mano terminó de hacer su maleta y se pegó una ducha rápida. Su madre le mando un mensaje informándole de que ya estaba en camino al vestíbulo del hotel, donde habían quedado. Revisó rápidamente la habitación para comprobar que no se dejaba nada y, sin poder evitarlo, recogió y dobló la ropa que Amaia había tirado al suelo horas antes como acto de rebelión. Sonrió al recordar ese momento y por los que vinieron después, la manera en que se habían provocado, sus gestos, miradas y sonrisas picaras. La miró, Amaia seguía en su lado de la cama, con un brazo colgando y destapada de cintura para arriba. Alfred no se lo pesó dos veces, le salió de dentro acercarse a la chica y taparla con cariñosamente con la manta. Amaia inconsciente por el sueño, recibió de buen grado ese gesto acurrucándose aún más debajo de las sabanas. Alfred le encantaba mirar a Amaia mientras dormía, le transmitía paz, calma y serenidad. Si cuando estaba despierta era bonita, dormida era preciosa.

Empezó a recordar todos los despertares que pasaron juntos, dentro o fuera de la academia, algunos más salvajes, otros más tranquilos pero todos ellos tenían una cosa en común y es que no podía creerse la suerte que tenía al ser él la primera persona que veía la chica cuando se despertaba. A lo largo de esos meses había visto a Amaia de mil formas, vestida de gala, de chándal, con pijama, desnuda, con su sudadera... Pero la Amaia que más le gustaba era la recién despertada.

Su móvil volvió a iluminarse con un nuevo mensaje de su madre preguntándole donde estaba. Era hora de irse. Despacio, se acercó hacía Amaia y le dio un beso tierno beso en la frente de despedida y sigilosamente, abandonó la habitación.

—Con todo lo que habéis vivido y la manera tan estúpida en que lo estáis echando todo a perder —Marta le devolvió a la realidad: estaba en su querido Prat, en la playa, compartiendo toalla con su mejor amiga de toda la vida y una de las pocas personas que sabía la verdad. Con los años que llevaban de amistad, sabía perfectamente que en ella podía confiar al cien por cien, igual que con su amigo David, pero este no había podido quedar esa tarde por culpa de las clases—. Ya sabes que estoy en contra de la violencia pero es que es para daros un par de ostias a cada uno.

—Hemos llegado demasiado lejos Marta.

—¿No me digas? No me lo había ni imaginado —contestó ella con sarcasmo—. Es que sois tercos los dos en serio, con la historia que tenéis, ¿tanto os cuesta sentaros y hablar?

—Ya no hay ninguna historia Marta —le hacía daño pensarlo pero cuando las palabras salieron de su boca aún le dolía más—. Ya no hay ninguna historia que contar.

—¿Como que no? ¿Te la recuerdo? —empezó ella—. Había una vez, dos jóvenes...

—Marta... —le cortó rápidamente él antes de que su amiga fuera a más.

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