8 De Octubre Del 65

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-¡Che! Alista rapidito la mochila que ya nos vamos- gritaba mi madre desesperada mientras cargaba a mi hermana y con la otra mano arrinconaba violentamente su ropa en una vieja balija. Yo mientras, no me movía, sentía que había muerto pues no podía dejar de pensar en el paradero de mi amado viejo y del resto de mis hermanos.

Lo único que me despertaba de aquel trance era el ruido de las balas que golpeaban las puertas de las casas vecinas. Todo era caos, no sabía como putas habíamos parado en ese infierno. Pronto me quedé sólo, pues mi madre en medio de su exasperación salió corriendo sin mirar atrás. En un instante mi casa estaba completamente invadida por unos cuantos que se hacían llamar FAR, dicidentes de Ñancahuazú y no necesitaron presentarse para hacerme entender lo intimidantes que eran. 

-Ya saben que hacer- ordenó un hombre muy alto, delgado, con la voz penetrante y con un llamativo bigote. De repente 5 tipos me sometieron y me arrancaron la ropa.

Durante un buen tiempo tocaron mi cara mientras observaban mis dientes y se burlaban de mi delgadez golpeándome con una barra metálica, hasta que de la nada todos se callaron como si esperaran a alguien, yo no aguanté y salí corriendo hacia el prado. No llevaba ni medio metro fuera de mi casa, cuando una lluvia de proyectiles me alcanzó.

-¡Pará! , Pedazo de pelotudo, vení- el bigotudo me agarro del brazo y con su arma me dio como bestia en la nuca.

Cuando desperté, estaba dentro de la guantera de una camioneta, envuelto en una vieja, ensangrentada y olorosa sabana, conmigo habían otros niños igual de cagados que yo. Cuando abrieron la puerta de la camioneta, 4 hombres con fusil nos sacaron a patadas y nos pasaron unos viejos uniformes de soldado.

Pasaron los años y aquellos hombres habían hecho de nosotros unos pillos armados, nos enseñaron que los malos eran todos aquellos que nos disparaban, que nunca nos debería temblar la mano para darle a alguien y que cada vez que saliéramos a boletear pensáramos que así estaríamos vengando la muerte de nuestros familiares además, nos pagaban con unos cuantos billetes y comida por las cabecillas del ejército pero debo confesar que por esos años nunca usé un arma ya que me parecía algo terrible y las extremidades de unos cuantos compañeros habían sido testigos de mi mala puntería.

Mi Pequeño SamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora