I.

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Alexander Hamilton.

         Era una mañana cálida, en la que podías observar un hermoso cielo azul, salpicado con nubes que abrían paso al deslumbrante sol. Ése tipo de paisajes eran los que llamaban la atención de Alex, logrando sacarlo de sus pensamientos e incluso, la realidad.
Podía darse la libertad de distraerse los primeros meses; hasta ahora, los temas con los que habían iniciado los conocía al derecho y al revés. Nada de qué preocuparse, realmente.

Así pasaron los minutos, y finalmente el reloj dió las nueve, dejando que sonara un fuerte timbre basado en una dulce melodía por todas las instalaciones. En ese momento, todos agarraron sus maletas, onces, balones y otras cosas que cualquiera usa para divertirse. Sin duda alguna, el instituto era inmenso, poseía canchas lo suficientemente grandes como para que seis equipos diferentes jugaran al mismo tiempo.

Si era volleyball, básquetbol, fútbol, tenis, lazo; no importaba. Había un salón con todo tipo de elementos necesarios para deporte a la disposición de los estudiantes, sencillamente maravilloso.

Bueno, maravilloso para quien tuviera con quién disfrutarlo. Sin alguien para hablar, los descansos eran aburridos. Y sin saber cómo integrarse, pasar tiempo en las canchas también lo era. Durante la jornada se limitaba a dar una caminata por todos los pasillos tanto como el tiempo le permitiera, deteniendo su paso en determinados puntos para observar a otros niños jugar.

Por unos segundos, desearía tener amigos. Formar parte de un grupo, o siquiera tener una persona que le hiciera compañía. No importaba quién fuera... Sólo... Le desagrada la monotonía.
Y la soledad se había convertido en algo monótono con el pasar de los días.

—Esas cosas no pasan... —Susurró para sí mismo, apoyando su mentón sobre el balcón del segundo piso, mientras dejaba caer ambos brazos.

En su diestra, sostenía una manzana a medio morder; estaba haciendo su mejor intento por no devorarla de inmediato, puesto que para el resto del día, no tenía más que comer.
La situación estaba algo pesada.
Incluso él, que no aportaba nada a su hogar, lo notaba.

Tomó un fuerte suspiro, y se dió la vuelta para continuar el rumbo.
De pronto, su corazón aceleró.
Ahí estaban.
Maldición.

                    ¿De verdad no podían dejarlo en paz, por lo menos un día?

Soltó todo el aire de forma pesada.
Se había resignado.
Pero aún habían dos escapatorias.
Incluso si lograba librarse de ellos ésta vez, seguro que lo encontrarían al segundo descanso, y recibiría un castigo "peor".
     ¿Qué más da?

—¿Qué pasa, no puedes hablar? —Cuestionó un chico con peinado (  extravagante  ) en un tono burlón. Era como una especie de afro, sólo que sus rizos estaban ligeramente desordenados, y habían días en que lo hacían lucir fatal. Moreno, alto y jodidamente irritable: ese era Thomas Jefferson, uno de los cerebritos de la clase.
Y uno de los "bully" en el grupo.

—Vino con trapos peores que los de ayer... —Exageró el chico de su izquierda, cubriendo su nariz con dos de sus dedos. La gente que lo acompañaba solían hacerse detrás o a los costados de Thomas, y éste siempre en el centro. Lo hacía parecer como el líder, y quizá por eso también era temible.
Aunque no todas las veces va de la mano con muchas personas, nunca se le ha visto lejos de James Madison.
Cerebrito de cerebritos.
A juzgar por su expresión, ese juego de "mandar y hacer que te teman" no iba del todo con sus valores, pero supuso que lo hacía únicamente por influencia de Thomas.
Era extraño.
Callado, raro, enfermizo, y tampoco perdía la oportunidad de hacer comentarios ofensivos (aún si era casi nunca).

Son como chicles.
Siempre juntos cometiendo travesuras.
Siempre juntos aprovechándose de las debilidades en los demás alumnos.

—¿Es que tampoco tienen una maldita lavadora? Mira eso. —Señaló de forma brusca una mancha en el suéter de Alexander. Con sólo un toque, había logrado empujarlo un poco.

No es que Alexander fuera débil, o que Thomas tuviera súper fuerza.
Sino que Alex no tenía ánimos ni se sentía lo suficientemente activo para hacerles frente o siquiera discutir.
Era estúpido.

Madison sólo carcajeó, como siempre.
Y la gente pasaba derecho, mirando con indiferencia la situación, como siempre.

—¿Terminaron? —Murmuró Alexander sin dirigirles la mirada, sacudiendo la zona donde Jefferson había puesto su dedo. Le importaba más librarse de los gérmenes que traía en manos ese idiota, que encargarse de las manchas en su sudadera.

Hubo un silencio incómodo.
En un instante, Thomas se inclinó para susurrar algo al oído de Madison, lo suficientemente suave como para que nadie escuchara. Incluso al mencionado se le hizo difícil entender a la primera, pero cuando lo hizo, una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios, y mantuvo su expresión a la par que asentía.

El niño afro se acercó con discreción, y a pesar de que Hamilton se percató de su acercamiento, conservó la compostura. Seguro iba a darle algún golpe en la cabeza, o lo agarraría del cuello de sus prendas hasta alzarlo para arrojarlo y dejarlo ahí.
Sí, sus acciones eran predecibles.

—Ups. —Y lo hizo arrojar su manzaba al aire, articulando un irritante sonido infantil con sus labios justo antes de forzarlo.

Alexander se limitó a mirar detenidamente cómo su manzana caía al suelo. Podría ser pobre, pero no lo suficiente como para correr tras ella y comérsela de nuevo, excusándose con la "regla de los dos minutos": creada por él mismo.

Ahí iba su merienda del día.
Ni si quiera le había dado la oportunidad de morderla una vez más, aún lucía "casi" completa.

Detrás de Thomas, había un moreno riendo por lo bajo, cual si tratara de contenerse.

                 Alexander suspiró.
Les dedicó una mirada fulminante.
                       Y se alejó.

Al parecer habían quedado satisfechos con su joda de hoy, pues no se molestaron en seguirlo. Tan sólo hicieron más comentarios ofensivos, riendo tan alto que a la distancia, la melodía de sus carcajadas entraba de un modo odioso a sus oídos.
Era como escuchar al violín más desafinado tratar de tocar tu canción más favorita.
Sus dientes rechinaron, y apretó sus puños, haciendo su mejor esfuerzo por no llevar a cabo nada estúpido.
        Vaya, no se había dado cuenta de qué tan bien podía controlar su ira hasta que conoció a ese par de brutos.

Bueno, ¿qué más da?
No es la primera ni última vez que escuchará su estómago rugir.
No hay de qué preocuparse.
                                   ¿Verdad? 
                    Verdad.

Pequeñas almas. | Hamilton / KidsAU.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora